Probablemente con buen criterio, pero a buen seguro asimétrico si se hubiera tratado de un sacerdote, la justicia suiza no extraditaría a Roman Polanski, detenido en 2009 a petición de EEUU por pedofilia con una niña de trece años (California, 1977) y delito de fuga. El arresto provocó enorme revuelo en Francia cuando el ministro de cultura, Frédéric Mitterrand, y populares actores salieron en defensa de Polanski. Poco tiempo después, Marine Le Pen acusó de pederastia al sobrino de François Mitterrand a raíz de confesiones autobiográficas – La Mauvaise Vie– en las que parecía vanagloriarse de haber mantenido sexo con menores tailandeses. Imagínense si Frédéric Mitterrand en lugar de ministro hubiese sido, el pobre, misionero en Indochina.

También por delito de pederastia fue condenado Alan Turing (1912-1954). Sin embargo, en el 2009 se lanzó en Inglaterra una solicitud de firmas para desagraviar oficialmente a título póstumo su memoria por el «martirio sufrido en vida en tanto homosexual», que lo habría llevado al suicidio. Como era de esperar, a la campaña de rehabilitación de Turing se sumó de inmediato el genetista Richard Dawkins –muñidor del ateísmo militante constantemente enzarzado en cruzadas contra los religiosos pederastas, con pruebas o sin ellas– consiguiendo en pocos meses que el por entonces primer ministro, Gordon Brown, presentase excusas oficiales por «el tratamiento espantoso que el país había infligido al genio nacional que tanto había contribuido a la derrota de los nazis». Porque Turing siempre contó con poderosos valedores toda vez que contribuyó decisivamente a la ciencia del siglo XX además de ser una pieza fundamental de la máquina de guerra contra Alemania. Turing –genio de la lógica, la criptología, teórico de la computación y la inteligencia artificial– fue capaz de romper con su equipo los códigos generados por Enigma, la máquina que encriptaba, disculpen el anglicismo, los mensajes secretos del ejército alemán.

Con estos mimbres, el dossier especial «La révolution gay» –de la revista francesa Le Nouvel Observateur– tejió, en el apartado «Los mártires», la siguiente versión del «martirio» de Turing: «Por ir a denunciar a la policía un robo del que es víctima su amante, en 1952, el inventor del primer ordenador es arrestado y condenado a la castración química. Obligado a tomar hormonas femeninas para reorientar su sexualidad (sic) Turing acabará suicidándose en 1954 al comer una manzana impregnada de cianuro. Su trágico destino quedaría reflejado simbólicamente en una manzana mordida que representa el logo de los ordenadores Apple».

Siento decir que no hay una sola línea de verdad en esta romántica versión de la vida y muerte de Turing, cual Blanca Nieves. Para empezar, Turing no fue el inventor del primer ordenador, quizás inventara cosas más importantes pero no el primer ordenador. Por otra parte, Turing jamás ocultó una homosexualidad que era de buen tono exhibir en Cambridge. Pero en 1951, en Manchester, mantuvo relación con un chapero menor de edad, Arnold Murray, que le costó días después el desvalijamiento del piso por los compinches del prostituto. El asunto acabó en los tribunales y, para no ir a la cárcel, a Turing –miembro eminente de la Royal Society– le permitieron optar entre la prisión o un tratamiento hormonal que calmara su libido, férvida y mucha. Nadie lo obligó a nada, lo condenaron y le dieron a escoger. Turing prefirió el tratamiento durante un año; año y medio después de haber dejado el tratamiento falleció por accidente al comer una manzana que había dejado distraídamente en contacto con arsénico. Para la policía el caso sigue siendo un misterio si bien para la madre no hubo suicidio: Turing era feliz pero tremendamente despistado. Excelente deportista, seguía el principio inglés de comer una manzana al día en consonancia con el refrán «An apple a day keeps the doctor away». Además, para revigorizarse practicaba ocasionalmente la cura del arsénico –como Rasputín– que de tanto predicamento gozaba por entonces, hasta el punto de aplicarse también a los purasangres.

Por tanto, la manzana mordida, logo de los ordenadores Apple, no tiene nada que ver con el improbable suicidio de Turing. Se trata, más prosaicamente, de una jugada de marketing en la que mezclan astutamente la ecología –la manzana verde– la tentación y transgresión edénica de lo prohibido –el mordisco– y la referencia voluntaria a la manzana de Newton. De hecho, el primer logo de Apple representaba a Newton bajo un manzano. En cuanto a la rehabilitación póstuma de su buen nombre era absolutamente innecesaria al gozar de un prestigio colosal, hasta tal punto que el Premio Turing, creado en 1966 en su honor, se considera el Nobel de informática. Sin olvidar la estatua que le dedicó la municipalidad de Manchester, representado sentado en un banco con la dichosa manzana mordida en una mano. Así nacen y se mantienen las leyendas urbanas.

De todo esto, no sé a ustedes pero a mí lo que me interesa destacar es que Polanski está en libertad sin cargos; Mitterrand sigue de ministro de cultura; a Turing le han inventado una biografía romántica aureolada de martirio. Mientras tanto, por parecidas cuestiones, un huracán de odio obsesivo se abate sobre la Iglesia católica con un ensañamiento tan calculado y unos agravios comparativos reiterados tan repugnantes que me hacen sospechar una finalidad muy distinta de la razonable protección y compensación a las supuestas víctimas al tratarse, más bien, de extorsionar económicamente al clero y desprestigiarlo socialmente. Por los mismos que utilizan otra vara para medir la moral de Polanski, Mitterrand o Turing.