Qué pesadez con lo del Puerto. Tengo muy viva en la memoria la primera vez que Pedro Aparicio me habló de su sueño de derribar la verja que lo separaba de los malagueños, esa valla infame que rompía el natural discurrir de la ciudad hacia su orilla urbana y comercial, su «vertical caída a las ondas azules». Fue en medio de las inundaciones de 1989. Se puede decir, literalmente, que ha llovido mucho desde entonces. En aquel tiempo el Puerto de Málaga era, como hoy, un fortín casi inexpugnable en el que cuando entras o cuando sales los guardias te miran como si fueras Pasos Largos, porque siempre temen que vayas cargado de contrabando, qué se yo, un queso de bola de esos que antes traía de Melilla la gente, con unas libras de mantequilla, dos cartones de Winston americano y un transistor a pilas. Modales de otro tiempo, de cuando se era siempre sospechoso y culpable hasta que se demostrase lo contrario. Tengo fresca la imagen en mi recuerdo. Algunos domingos por la mañana, cuando yo era chico y el mundo brillaba, grande y azul, en las tornasoladas y quietas aguas del Puerto, mi padre me llevaba a ver los barcos. Siempre me dio coraje que nos mirasen con sospecha a la entrada y a la salida, como si fuésemos una desigual pareja de maleantes que iba a llevarse, escondido bajo la chaqueta, el Melillero. Nunca entendí del todo por qué ese trozo de ciudad no era como los otros, por qué para pasar a aquel recinto, que debía ser tan de Málaga como la plaza del Aparejador Federico Bermúdez donde me crié, teníamos que superar el control del ojo clínico del guardia de turno.

Por lo visto, en los treinta y tantos años de antigüedad que tiene mi recuerdo (la mano de mi padre, un cartucho de avellanas, una mañana de sol) las cosas no han cambiado nada y ahí continúa la verja, aunque ahora en vez de ser una voz socialista la que clame por su derribo, sea desde el PP que se pide, con recogida de firmas, la abolición de la vergonzante valla.

Decía allá arriba, al comienzo de la columna, que fue Pedro Aparicio quien determinó por primera vez la necesidad de acometer la remodelación del Puerto, pero me da la sensación de que, de haber sabido cómo se acabaría gestionando todo, tal vez aquella mañana lluviosa de noviembre de 1989 me hubiese hablado de otra cosa. No hacía falta una polémica de veintiún años para llegar a un proyecto que no gusta a nadie, no hacía falta superar dos décadas de debate, trabajo y hastío hasta la extenuación para terminar poniendo un supermercado, para seguir abonándonos a la horterada, a la insufrible catetada de ver la orilla última de la ciudad sembrada de carritos, de contemplar horrorizados cómo esa alexandrina Málaga «intermedia en los aires», tiene que pasar por caja antes de hundirse para siempre en las olas amantes.