Málaga es una ciudad sin memoria. En el medievo taifal del reino de Granada, si un súbdito ofendía gravemente al rey o caía en desgracia por algún desliz cometido era enviado a Málaga para esperar que su falta perdiese recuerdo y pudiese volver a la corte, sin temer represalias. Han pasado algunos siglos y la ciudad continúa borrando las huellas de su historia, reinventando su identidad, sin demasiado criterio, y con cierta pereza a la hora de reconocer los méritos de aquellos que han contribuido al desarrollo y la proyección de Málaga. Un reconocimiento que se hace rápido y grande cuando el hijo de esta ciudad ha triunfado fuera. Esa vieja costumbre de esperar que los paisanos obtengan éxito en otra parte para darse cuenta entonces del valor de aquellos que un día se fueron en busca de un futuro mejor. En cambio, los que se quedan, los que nacieron en Málaga o llegaron para convertirse a ella, tienen más difícil obtener un reconocimiento debido a su trabajo, a su entrega y aportaciones a la ciudad. Da igual que hayan dedicado toda una vida al sueño colectivo de engrandecer su capital o que las hemerotecas guarden la memoria de lo que no han dejado de hacer. Han de esperar que sus vidas lleguen al crepúsculo, que la muerte los ronde cerca o que esas voces patanegras que representan el poder social decidan homenajearles para que su mérito sea reconocido. Otras veces, en algunos casos, ni siquiera eso. Los intereses grupales, las miserias humanas, la arraigada indolencia de la tierra, la tendencia política a etiquetar y excluir, contribuyen a silenciar o a promover la invisibilidad de quiénes trabajan con independencia frente a los cenáculos, los peloteos, los mentideros, los amiguismos.

En esta semana, la galería Benedito ha cumplido veinticinco años. Su fundador, Manuel Sánchez Benedito fue felicitado por este cuarto siglo en el que ha inaugurado más de quinientas exposiciones, además de editar monográficos de artistas y libros sobre temas pictóricos. Los pintores de su galería, escritores, periodistas, el público fiel a sus exposiciones y los amigos se reunieron para reconocer la labor de este hombre educado, generoso, inquieto culturamente. Un caballero templado en la Colonia alemana de su juventud y en los cuadernos privados en los que no ha dejado de preguntarse y reflexionar acerca de la vida, del arte, de los pequeños placeres, cuando tiene un momento de intimidad. Tal vez en esas páginas esté escrito el secreto de por qué un día acometió el riesgo y la vocación de abrir una galería. Una galería no es un negocio de rápida rentabilidad comercial y económica. Tampoco era fácil en aquellos años provincianos, con escasas infraestructuras y la resistencia emergente de los jóvenes talentos del Colectivo Palmo. Artífices también de la incipiente modernidad que empezaba a reclamar espacio y futuro en el Colegio de Arquitectos. En esa época, donde se exigía y se peleaba por la metamorfosis de la ciudad, Benedito apostó por el arte figurativo, por apoyar los comienzos o la trayectoria de pintores como Barberán, Jaime Díaz Rittwagen, Antonio Blanca, Evaristo Guerra, Alicia Grau, Mingorance o Victoria Mandly entre otros nombres, por crear una clientela que pudiese ir comprando cuadros poco a poco, por poner su granito de arena en el despegue cultural de Málaga. Nunca rivalizó con la joven generación de galeristas que, poco después, emprendieron la misma aventura y algunos de los cuales la ciudad también ha olvidado inmerecidamente. Manuel Benedito trabajó su camino, convencido de que en el arte todos los estilos, todas las estéticas son válidas y cada cual tiene su público. Con su dedicación, con el apoyo de su esposa Mabel y ahora con el de su hija María Eugenia que lo releva al frente de la dirección de la galería, ha conseguido que su sueño, su reto, mereciese a pena. Ahora seguirá haciendo lo mismo al frente de la Fundación Musical de Málaga, sin esperar otro reconocimiento que el afecto de sus amigos y el de seguir trabajando en aquello que más le gusta. La cultura como identidad de Málaga.