Hay dos mundos: uno, el de los que tienen pasta, que no son muchos pero sí son listos; esos que se inventaron una cosa que se llama capitalismo que sirve para justificar la existencia de los ricos, y, luego está el otro mundo, el más común, el de los que no tienen un duro (pero aspiran a tenerlo) que fueron los que se inventaron el anarquismo, el comunismo y, a medida que los sistemas sólo solucionaban la papela a unos pocos, evolucionaron la gama creando el socialismo y la socialdemocracia, de forma y manera que, degenerando degenerando, volvieron al punto de partida capitalista. Y en esa estamos.

Tengo detectado que, cuando salen a relucir delante de ricachones católicos las palabras evangélicas de que es más fácil encontrar una aguja en un pajar que la entrada de un rico en el reino de los cielos, la parábola es inmediatamente rechazada y ellos le buscan cualquier explicación que justifique tener pasta y ser cristiano. Igual ocurre cuando Manolo Alcántara, sabio de la escritura y de la vida, dice que para saber la opinión que tiene Dios del dinero no hay más que fijarse en a quién se lo da. Me lo dijo un día, cuando trabajábamos juntos, y se me quedó la frase. Pero cuando la empleo –no hace mucho la utilicé en un post del blog–­ produce reacción de alergia inmediata hacia mí en algunos de mis lectores pudientes, que también los tengo, que huyen despavoridos de mis escritos. Sé, no obstante, que todo evoluciona, que a lo largo de la historia ha surgido la solidaridad, la generosidad; sé que existen personajes como Billy Gates, el hombre más rico del orbe, que emplea una gran parte de su fortuna en ayudar al tercer mundo, y también sé que la radicalización no es la mejor postura en la vida. Por lo tanto, no hay que exagerar. Las parábolas no eran más que ejemplos vivos para que la plebe, absolutamente desilustrada en aquel tiempo de ignaros, tuviera una idea simple y generalizada de lo que era bueno y lo que era malo. Y en cuanto a lo que afirma nuestra malagueño y universal poeta, ahí ya, la verdad, no me atrevo a cuestionar, pero también me consta que es un ser generoso y que sus pensamientos y sus frases son tan brillantes que no deben tomarse al pie de la letra sino como perlas literarias para ser coleccionadas en tarritos de esencia.

Sin embargo, vuelvo a lo de siempre. En esta ocasión yo no quería hablar de pobres y ricos ni de todo lo contrario. El tema para hoy lo tenía clarísimo. Quería criticar duramente el empeño de unos programadores sin escrúpulos que para sumar audiencia televisiva recurren a cualquier cosa, no únicamente a la porquería destilada por analfabetos convertidos en alfabetizadores, dueños de horarios infantiles que infestan los programas de groserías, contenidos soeces, invectivas, mal gusto y represiones sexuales, sino también a rebuscar en las bolsas de basura de los odios residuales que quedan desde la guerra, para orearlos, a gritos y a insultos, mediante la colaboración de profesionales otrora considerados y hoy convertidos en bien retribuídos talibanes de la derecha intransigente y de la izquierda inquisidora.

Acabábamos de asistir a una catarsis colectiva que nos llenó de ilusión a casi todos. La Selección que nos proporcionó el mayor éxito de nuestra historia deportiva la integraban muchachos de Madrid, del País Vasco, de Cataluña, de Asturias, de Extremadura, de Andalucía, de Valencia, de Canarias… Y la bandera era, por primera vez, la de todos, en esas y en todas las Autonomías. Además, el triunfo llegaba cuando estábamos hastiados de pésimas noticias que afectan al trabajo y al bolsillo. Era un chorro de oxígeno que nos daba un respiro entre una humareda irrespirable. Pero ese pescado ya estaba vendido por todos los medios. Por eso, los programadores listos tenían que buscar algo diferente, morboso. Había que revivir el nacionalismo violento, excluyente, el de los extremos intolerantes, el de los gritos y amenazas, el del enfrentamiento entre banderas, el de la eterna confrontación de las dos Españas. La explosión de júbilo cuando ganamos la Copa del Mundo pudo tener algo de ingrediente nacionalista, claro que sí, el mismo que tienen todos los países, especialmente los pocos que ganan la Copa de oro, pero fue una vivencia unificadora que se celebró en toda España y que no iba contra nadie sino a favor de un momento de felicidad general. Está visto que cierta tele sabe superarse a la hora de sacar lo peor de ella misma. Y creo que quizá mi reflexión inicial no sobra en este trabajo. Al final, ¿no es todo una mera cuestión crematística? Piensen.