Ayer, cuando entré en mi casa, había una paloma. Estaba en el salón, posada sobre unos libros de la estantería más alta. No pareció asustarse cuando mi hija de cuatro años, al descubrirla, gritó sin que su grito todavía supiera si tenía que sentir miedo o alegría. La paloma nos observaba de reojo sin inmutarse. Quizás, acostumbrada a las miguitas de pan que reparten varios ancianos por el barrio, estuviera aguardando a que sacáramos una bolsa de plástico con las sobras del día anterior. Cuando mi hija, más por juego que porque quisiera espantarla, le arrojó una goma de borrar sin acertarla, la paloma se limitó a gorgear y a girarse unos milímetros.

De repente, fijándome en su plumaje grisáceo y desgastado, me pareció vieja o enferma y pensé que había buscado ese rincón para morir en paz, a salvo de las salvajes gaviotas que, cada vez más, las atacan de dos en dos con graznidos chirriantes y les arrancan a sacudidas las cabezas, y también a salvo de la impiedad estructural de las ciudades, que asfixian sus árboles y plantas, convierten en lodazales los lagos de sus parques (donde el botulismo diezma su población de patos) y contratan funcionarios o empresas para que exterminen sus aves y sus roedores. La ciudad es la antinaturaleza por más que use elementos naturales para adornarse, algo que, de alguna manera, esa paloma parada a la altura del techo de mi casa parecía decirnos con sus ojitos de punta de lápiz romo. Aun entendiéndolo, tuve que argumentarle a mi hija que no podíamos dejar que se quedara con nosotros, que nuestra obligación era echarla de nuestra casa. ´¿Y si nos vamos nosotros y le cambiamos su árbol por nuestra casa?´, me preguntó ella creyendo al cien por cien en la posibilidad que estaba enunciando y dejándome aturdido.

Eso me hizo recordar una novela breve de Patrick Süskind, titulada «La paloma», en la cual su protagonista, que un día, al levantarse, se encuentra una paloma en el pasillo de su casa, se va a la calle porque se ve incapaz de enfrentarse a esa amenaza latente o a esa especie de enigma acuciante que representa una paloma en un pasillo, accediendo sólo a regresar, después de mucho tiempo padeciendo la intemperie, cuando comprueba que el ave ha desalojado su hogar. Menos mal que mi hija aún no sabe leer, ya que, de haber conocido esta historia, la hubiera usado como precedente legal en su alegato a favor del intercambio de casa entre la paloma y nosotros.

Mil cosas pasaron por mi cabeza antes de coger una escoba y golpear con ella la pared para que la paloma se marchara de nuestro salón y regresara a la plaza arbolada que se abre desde él. Su resistencia a hacerlo era clara, ya que primero revoloteó de la estantería a la mesa, de la mesa a la lámpara, de la lámpara a los altavoces y de estos, por fin, a la barandilla del balcón, desde donde ascendió hasta el canalón superior del edificio de enfrente. Mientras recogía las plumas que había ido soltando por todas partes, intenté explicarle a mi hija que había hecho lo justo, que su idea era feliz y preciosa pero irrealizable, que tanto la paloma en nuestra casa como nosotros en su nido o hueco en una pared nos hubiéramos muerto de hambre y de tristeza. Pero no la convencí, y ese no convencerla, paradójicamente, pensando en el mundo que se avecina, me ha llenado de alegría y de esperanza.