En lo que llevamos de atolondrado siglo XXI, la primera condición para disfrutar de un objeto es no poseerlo. Esta levedad interactiva se extiende a situaciones inmateriales y, más difícil todavía, a relaciones personales. Vivir de alquiler ha dejado de referirse parabólicamente a la vivienda, para adquirir su significado literal de gozar –porque se goza mucho más– de la existencia entera en régimen no absoluto. La teoría de la relatividad posesiva viene impulsada por las nuevas tecnologías y por la austeridad obligatoria. Se alquila lo que no se puede poseer, hasta que se comprueba que el nomadismo de las pertenencias es menos engorroso que estar encadenado al patrimonio.

En resumen, muchas personas no se compran un velázquez porque no tendrían donde colocarlo. Unos minutos de contemplación del cuadro, incluso a través de una pantalla, autorizan el tránsito ulterior a una mayor variedad de experiencias. Gracias a esta labilidad, un día de hoy equivale a un año de hace un siglo. Hablar en propiedad ha sido desbancado por hablar sin propiedad, y el precio de vivir en alquiler bajará porque –en la era de la reproducción mecánica de Walter Benjamin– la oferta de placeres se ha multiplicado a mucha mayor velocidad que el número de espectadores. La crisis económica se debe a que carecemos de tiempo para degustar la dieta de excitación que brinda nuestro planeta.

A diario, permanecen vacías unos cientos de millones de butacas en espectáculos de toda condición. La pornografía libremente intercambiada por internet no ha acabado con la industria del sexo organizado, sino que amenaza con extinguir el intercambio corporal in vivo. Los costes disparados de la protección de la propiedad intelectual y material arruinan a quienes insisten en poseer los lugares por donde pisan. Los dueños no pueden permitírselo, los usuarios pasean tranquilamente de una casa a otra. Aparecerá así un nuevo comunismo, porque todos los productos sirven hoy para envolver el bocadillo del día siguiente. Dura competencia para la prensa.