Sólo he ido dos veces a los toros. La primera vez tenía 11 años y la corrida se celebraba en un pequeño pueblo de la isla de Lanzarote en una de esas plazas portátiles que en aquella época (no sé ahora) se prodigaban por toda la geografía española. A los toros muertos se los llevaba, arrastrándolos por el albero, un coche con banderitas por los cuatro costados cuyo conductor, aleccionado, supongo, por la falta de presupuesto para contratar una banda de música, intentaba reproducir con el claxon un pasodoble. Recuerdo cómo dos de esos tristes animales de lomos polvorientos y ojos saltones intentaron escaparse del ruedo saltando por encima de un burladero más bajo que los otros, aunque unos alambres tensados, e invisibles para ellos, les impidieron esa proeza y les devolvieron a la estupefacción y al dolor de la realidad de una muerte próxima que seguro que intuían con el corazón a mil por hora. La segunda vez fue en Sevilla cuando, a mis 25 años, un amigo poeta y filósofo, harto de mis melindres teóricos sobre la fiesta, me invitó a lo que era, según él, el mejor cartel taurino del lustro. No recuerdo a los ilustres que actuaron (sí sus ridículos trajes de mucho paquete y muchas lentejuelas, su empaque chulesco, la carnicería de las banderillas, la pica, la espada o la puntilla, las orejas sanguinolentas alzadas hacia el tendido), pero la intención evangelizadora de mi amigo fracasó: la corrida me pareció en directo lo que siempre me había parecido en mis reflexiones, es decir, una forma gratuita de crueldad y de falta de respeto a la inteligencia, a la sensibilidad y a la vida.

Estos días, después de la votación catalana a favor de la abolición de las corridas de toros en esa comunidad a partir del año 2012, he recordado esos dos episodios. También he leído decenas de artículos de taurinos y de antitaurinos, algunos notables por la fina argumentación de la que son capaces para pensar un asunto que tanta visceralidad produce. Yo sólo quisiera insistir en uno que me parece especialmente importante: lo central no es que las corridas de toros sean o no un arte (o una tradición o una fuente de ingresos) o que hayan o no inspirado obras de arte, ya que también otras prácticas crueles de la historia de la humanidad (la pena de muerte, las torturas, el asesinato, las violaciones, las masacres de pueblos enteros o el exterminio, en aras del deporte como los bisontes o del comercio como las focas, de especies) han alcanzado o inspirado altos refinamientos artísticos (novelas, cuadros, fotos, películas, músicas, poemas o crónicas inolvidables), además de haber convocado, algunas de ellas, a multitudes entendidas y entusiastas. Lo central, según creo, es que las corridas de toros se inscriben en un marco que eleva a categoría ética positiva la crueldad de una especie, la humana, sobre el resto de las especies y, por extensión, la de unos humanos sobre otros humanos. Si podemos hacer de la sangre y el sufrimiento un espectáculo de alto rango social, cualquier otro espectáculo en el que la sangre y el sufrimiento tengan su parte (la guerra, el parricidio, las cabras arrojadas desde un campanario, los maltratos a mujeres) podría y debería ser considerado como legal y hasta beneficioso. Una ecuación que a mí me parece muy clara pero por la que muchos me tratarán de antipatriota, de demagógico o de tonto, algo que asumo sin problemas mientras hago votos porque el ejemplo de Cataluña sea seguido pronto por otras comunidades.