Puede que mis trazos confusamente grecolatinos indiquen lo contrario, que la tendencia a eludir a señores con medias rosas y mentones beligerantes me emparente con los toros, pero lo cierto es que jamás he sentido una inclinación pronunciada por la tauromaquia. Mis preferencias están más cerca del lanzamiento de la cabra desde el campanario, modalidad que, además de exhibir una simpleza poética digna de encomio, combina disciplinas como la escalada y el cálculo. No dudo de que los toros representen un símbolo nacional, pero habría que preguntarse por la eficacia publicitaria de una imagen en la que aparece un mamífero con cuernos que no incita a pensar precisamente en un país en el que se toque el laúd y se recite a Homero. Quizá sea una torpeza por mi parte, una ligereza heredada de un concepto muy distinto de lo que significa la palabra fiesta, que, en mi caso, no tiene, al menos de partida, tantas pretensiones como las que capitulan en la plaza. La estética de los toros no me entusiasma, pero me parece infinitamente más aberrante en sus funciones extraordinarias. Que la misma arena que pisa un morlaco sea ocupada horas más tarde por las fans de Andy y Lucas sugiere una analogía de gusto cercano a la barbarie. Pese a mis renuencias, he de reconocer, sin embargo, que disfruto de la literatura taurina y muy especialmente del pasaje de Georges Bataille, inspirado por Picasso, en el que una mujer extrae un huevo de sus regiones privadas en el mismo momento en el que el astado sucumbe a la gracia del capote. Lo que me resulta menos atractivo, aunque igualmente exuberante, es el cuadro de costumbres que sombrea a la espalda del debate. De un lado, señores de puro y adobe y del otro, posmodernos aburridos que se dedican a acariciar ovejas en mitad del zapaterismo y de la tensión nuclear interplanetaria. Así, valga la soflama, se ha querido interpretar una confrontación que durante siglos se ha mantenido en armonía en las barras de los bares, uniendo en ardor y demagogia a españoles de todo pelaje. Una pena por los aparatos de propaganda de ambas facciones. Ahora que empezaban a aflorar los matices psicológicos, que hasta los ex presidentes con bigote se movilizaban contra las dictaduras. Quiero decir, dictadura. Una. O dos, si se cuenta la de los iraquíes.