Javier Ojeda es un buen tipo. Lleva casi treinta años en las tablas de la música y lo que le queda de inspiración, de grabaciones en estudios, de carretera y de escenarios. En todo este tiempo, las canciones de su grupo, Danza Invisible, y las que ha lanzado en solitario, se han ganado el coro sentimental de un público con canas en el ritmo. También de muchos jóvenes que se arriman a la música martini de este grupo y del vocalista malagueño. En todo este tiempo de sueños a 45 revoluciones por minuto, de esfuerzos, de éxitos, de permanencia en la nueva época en la que el corazón gira a 500 rpm, Javier Ojeda no ha dejado de ser un buen tipo. El mismo chico tímido que se movía entre Torremolinos y el célebre S.A. de Pedregalejo, regentado por Rodrigo Rosado. Siempre cercano a sus paisanos, a sus fans, a la gente desconocida que lo aborda y lo saluda a bocajarro, a la llamada de las instituciones y personas que le han pedido desde un discoforum a la lectura de un comunicado contra el zarpazo que ETA le produjo a Málaga hace unos años. Nunca se le ha subido el pop ni el rock a la cabeza. Ni su éxito al frente de un programa radiofónico o del público de Nueva York y de otros grandes escenarios. Javier Ojeda sigue viviendo aquí, al lado del vaivén de las olas, en esta tierra litoral con cintura de arena y tantas emboscadas de amor. Moviéndose entre pintores, entre escritores, entre los jóvenes grupos que emergen y en buena sintonía con otros malaguitas de la música como Tabletom o Chambao entre otros. El que este año hay sido elegido pregonero de la feria 2010 ha sido un acierto. Inaugurar la fiesta de la ciudad con la voz de quien cantó «corazón de melón/ Venus salida del mar/ del negro mejillón, son tus ojos, en su punto de sal» es una excelente manera de definir Málaga. De abrir el carnaval callejero del verano que espera llenar la semana con seis millones de visitantes. Una feria que este 2010 es igual que una tregua entre la batalla del terral insomne, la crisis que recuperará su fuerza negra en el inicio del otoño y la decisión de Costas de recalificar el uso popular de las playas con unos tajantes criterios que ni el mismo Neptuno entiende y que han brillado por ausencia en las décadas en las que se alicataba el litoral.

Tiempo de amor para unos días de algarabía, de reencuentros, de ida y vuelta del centro histórico al Cortijo de Torres, entrando y saliendo de casetas sin pase de admisión, de los toros de media tarde, del club del alcohol, de los conciertos y de las playas de noche en las que se abraza la fiesta después de la fiesta. Una semana que alimentará las esperanzas económicas de los hosteleros, de los vendedores ambulantes, de los que atraen el sueño infantil con la oferta de los carricoches, de todos para los que la feria supone ganarle tranquilidad y supervivencia a las amenazas del IVA y del IPC invernal. Un tiempo en el que desconectar de rutinas, de problemas, de una realidad sin tragaluz, dejándose llevar por la danza de la marea e ilusionados con el convencimiento de que todos podemos regalarnos una noche, el brillo de una canción para la intimidad. En esta semana muchos agradecerán que cesen las molestas obras del verano que despiertan cada día con el agresivo motor de las sierras eléctricas. Que los ciento sesenta y cuatro gallos de pelea del barrio de La Palma no vuelvan a madrugar su canto belicoso en las azoteas de sus combates clandestinos. Sólo cabe esperar que en esta nueva Feria, acartelada por el talento plástico de Bola Barrionuevo, la gente se divierta sin incidentes. Que la policía no tenga que incautarse de jóvenes armas blancas. Que las violentas broncas no salpiquen de sangre la sombras del festejo. Que las casetas del centro no se llene de bañadores y torsos desnudos con fiebre merdellona. Que el personal miccione y vómite donde debe y no en los portales ni en las calles de atrás. Que los toros de La Malagueta tengan más casta y menos fraude. Que cada cual se divierta respetando al prójimo, disfrutando del sabor de amor de la tierra que este año ha pregonado Javier Ojeda. Un excelente cantante. Un buen tipo.