Más allá del efecto que la huelga pueda tener sobre las políticas sociales, los sindicatos ya han perdido. Trabajan con métodos trasnochados frente a una sociedad que no les escucha.

Las cifras de participación son, como siempre, dispares, pero parece indiscutible que el paro general de ayer apenas fue perceptible más allá de los caladeros industriales y de los territorios acotados por los piquetes coactivos. La jornada no pasará a los anales de la lucha obrera. Ni fue modélica en su concepción –se ha extendido el clamor de que llegaba tarde– ni ejemplar en su desarrollo ante los discretos resultados obtenidos, tanto por su menguada capacidad de convocatoria y escasa influencia (Zapatero y su gobierno de izquierdas se niegan a rectificar el cambio de rumbo impuesto por los mercados) como por los métodos que UGT y CCOO emplean para sumar apoyos a sus protestas: una presión demasiadas veces violenta.

El escenario, una depresión económica global jamás vista y un temor a lo desconocido que bloquea por igual a gobiernos, empresarios y asalariados, no es el escenario más propicio para que triunfen las tesis sindicales, pero la experiencia de ayer demuestra que los pretendidos representantes de los trabajadores, con empleo o en el paro, aplican recetas anacrónicas para curar males que requieren remedios más rejuvenecidos. Los sindicatos no son capaces de rentabilizar la desesperación social ante la crisis. El grado de desafección ciudadana indica que algo falla.

Las centrales sindicales anclaron su supervivencia a los privilegios que les ofrecía el sistema y han acabado por darle la espalda a su público. Se han quedado obsoletos. Y las intimidaciones, boicots y amenazas no les ayudan.