Para muchas personas de mi generación, que durante la juventud practicamos el significado de la expresión «decir amigo» con la inolvidable canción de Serrat, Cambrils era uno de esos nombres emblemáticos que cada uno ubicaba donde podía en el territorio de sus vivencias personales. A partir de ahora, desgraciadamente, el nombre de la localidad tarraconense no sólo tiene ya connotaciones de amistad y de evocaciones juveniles del gran cantautor catalán. Allí ha quedado segada la vida de una joven mientras desarrollaba sus cometidos como empleada de una modesta sucursal bancaria perteneciente a uno de los mayores colosos financieros del mundo.

Cada día, las crónicas de sucesos están plagadas de acontecimientos luctuosos que van dejando un reguero de dolorosas pérdidas de vidas humanas, dentro y fuera del ámbito laboral. Acostumbrados a un flujo incesante de desgracias globalizadas, llegan a convertirse en elementos encajados dentro de la rutina. Algunas de esas desdichas, ya sean de pequeña, mediana o gran magnitud en su alcance, por su proximidad, significación, fatalidad, irracionalidad u otras causas, llegan a impactar de manera especialmente contundente y a concentrar una particular atención. El caso de Estela Carduch, la joven sobre la que se cebó la tragedia el pasado mes de octubre, es una de ellas.

La actividad de los empleados bancarios ha tenido tradicionalmente la etiqueta de confortabilidad, comodidad y seguridad, tanto en lo concerniente a la garantía del empleo como a la ausencia de riesgos significativos. Tanto es así que no ha sido hasta la promulgación de una sentencia del Tribunal Supremo, a mediados del año 2008, cuando se ha producido el reconocimiento formal del atraco de las oficinas bancarias como riesgo laboral. La proliferación de atracos a escala minorista pone en evidencia la existencia de un modelo de servicio de gran utilidad para la atención al público pero que al mismo tiempo ofrece enormes flancos de vulnerabilidad. La extensión y la capilaridad de la red de oficinas, pilares de la inclusión financiera y de la prestación de servicios básicos, chocan con la aplicación de medidas de seguridad maximalistas, cuyo coste, público o privado, sería elevadísimo y alguien, directa o indirectamente, tendría que acabar pagando; la introducción de restricciones y controles de acceso a los establecimientos bancarios colisiona, a su vez, con la provisión de un servicio abierto y dinámico. ¿Cómo debe actuarse cuando la prestación de un servicio conlleva un notorio riesgo para un bien supremo como es la vida humana?

El episodio acaecido en Cambrils no sólo atrae el recuerdo de la nostálgica canción mencionada; también, inevitablemente, trae a colación una cuestión ya antigua, suscitada, por ejemplo, en un excelente artículo escrito en octubre de 2007 por Guillermo de la Dehesa, presidente del Centre for Economic Policy Research, titulado La gran ventaja de un mundo sin dinero en efectivo. Éste ha sido un elemento al que nos hemos habituado desde niños. El dinero es el fluido que da vida al circuito económico y evita que tengamos que recurrir al trueque para las numerosas transacciones con contenido económico que necesitamos realizar continuamente. Sin embargo, ¿sería concebible hoy día un mundo sin dinero en efectivo? Antes de responder a esta pregunta, quizás tendríamos que comenzar por plantearnos para qué sirve realmente hoy.

¿Lo necesitamos como consumidores? En una sociedad dominada por las tecnologías de la información y la comunicación no parece que sea verdaderamente imprescindible, salvo para aquellas personas que quieran preservar la máxima privacidad en determinadas transacciones. Otro tanto podría afirmarse respecto a las empresas y a las administraciones públicas. Pensándolo bien, da la impresión de que el dinero en efectivo es particularmente útil como soporte de actividades delictivas, de la economía sumergida y del fraude fiscal. Singularmente, ¿qué función cumplen los billetes de 500 euros? Ahora bien, el privilegio de los Estados de emitir dinero (derecho de «señoreaje») puede ser también bastante lucrativo para las arcas públicas. La puesta en circulación de billetes, que genera unos costes de fabricación muy reducidos en comparación con su valor facial, equivale a una deuda pública perpetua por la que no ha de pagarse ningún interés.

Indudablemente, pasar de un mundo con dinero físico a otro basado exclusivamente en anotaciones en cuenta requería resolver una serie de cuestiones técnicas, como las ligadas al manejo de la política monetaria, pero no sería algo irrealizable. Más bien, lo paradójico es que no se hayan dado pasos en ese sentido. Como señalaba Guillermo de la Dehesa, «sin billetes, viviríamos en un mundo mucho más seguro, menos violento y con mayor cohesión social».

Es evidente que la utilización de muchos de los medios necesarios en la sociedad actual va asociada a considerables riesgos. La carretera es un caso paradigmático. A nadie se le ocurriría propugnar su supresión por tal motivo, ya que carece de alternativa (al menos completamente). Por lo que concierne al dinero en efectivo, cuyos daños colaterales son elevados, en contraposición, sí existe una solución distinta. En un mundo sin él, no sería imaginable que una persona de veinticinco años, estudiante de Economía, que disfrutaba con su trabajo en una oficina bancaria, corriera peligro simplemente por ejercer su actividad profesional al servicio de los ciudadanos. Dado que, hoy por hoy, la erradicación del dinero en efectivo no parece que esté en la agenda de los gobernantes mundiales, es inaplazable encontrar fórmulas efectivas que minimicen tal riesgo carente de toda lógica.