En febrero de 1970, el teólogo Joseph Ratzinger, profesor en Ratisbona, firmó un documento a favor de que Roma revisara el celibato de los sacerdotes. Y un año antes, cuando aún era docente en Tubinga, rubricó un artículo contrario a la duración vitalicia del cargo de obispo, algo que podría extenderse también al primero de los mitrados, el obispo de Roma, el Papa. ¿Era el hoy Papa Benedicto XVI un teólogo progresista del momento? ¿Evolucionó desde ser perito avanzado en el Concilio Vaticano II hacia posturas conservadoras? Ha sido Hans Küng quien más ha difundido la imagen de Ratzinger como teólogo progresista en Tubinga (1966-1969) y después inquisidor de la Iglesia. Sin embargo, esta imagen no concuerda con lo que el propio Ratzinger explicó sobre su evolución teológica, para la que llegó a utilizar la comparación con el Quijote.

En 1966, al año siguiente del final del Vaticano II, Ratzinger llegaba a Tubinga, uno de los principales centros teológicos de Alemania y de orientación liberal. Pero nada más llegar, el joven teólogo ya pronunció una advertencia: «Temo el nuevo y peligroso triunfalismo en el que caen a menudo los que denuncian el triunfalismo pasado».

Según el profesor Seckler, compañero de ambos en aquel momento, «Küng sabía que él y Ratzinger tenían opiniones distintas, pero decía que con los mejores se puede tratar y colaborar». Eso sí, Ratzinger era para algunos un peligroso reformador liberal. Sus ideas principales consistían en que Cristo y la caridad eran el centro (su primera encíclica como Papa será Deus caritas est), y que el camino de renovación debía ser el retorno a la Escritura y a los Padres de la Iglesia en los primeros siglos, San Agustín en particular.

Sin embargo, el joven teólogo Ratzinger, que contaba 39 años cuando llegó a Tubinga, percibía ya «afán corrosivo e iconoclasta» en ciertas posturas postconciliares y, particularmente, llegó a ver en Küng cierto resentimiento antirromano. No obstante, hasta entonces, Ratzinger había estado encuadrado entre los teólogos reformistas: el propio Küng, Edward Schillebeeckx o Karl Rahner. La experiencia de tres años en Tubinga fue difícil para Ratzinger por la orientación marxista de aquella facultad, escenario de fuertes protestas estudiantiles en torno al 68. Por ello en 1969 Ratzinger pasa a Ratisbona, una centro menos ideologizado. Ya en 1975, Joseph Ratzinger escribe su primera explicación de lo que estaba sucediendo diez años después del final del Concilio. En el texto El lugar de la Iglesia y de la Teología en el momento actual, el teólogo exponía que «en el Concilio penetró la brisa de la era Kennedy, de aquel ingenuo optimismo»»

En Tubinga, Ratzinger había escuchado decir a los jóvenes universitarios que el Vaticano II había fracasado, o que la crucifixión fue un capricho narcisista de Jesús. Y tan sólo un mes después de mayo del 68, en julio, el Papa Pablo VI publicaba la encíclica Humanae Vitae, sobre el control de la natalidad y la prohibición de los preservativos, que provocaba la primera gran oleada de disidencia por parte de teólogos de todo el mundo.

Concilio

Ratzinger reconocía en 1975 que «fue bueno y necesario que el Concilio rompiera con las falsas formas terrenas de autoglorificación de la Iglesia, que liberara a la Iglesia de la obsesión de defender todo su pasado», pero advertía: «Quien al rememorar la Edad Media sólo recuerde la Inquisición debe preguntarse seriamente donde se poso su mirada, ya que ¿podrían haber surgido aquellas catedrales, aquellos cuadros, aquellas imágenes de lo eterno plenas de luz y de tranquila dignidad si la fe de los hombres se hubiera reducido a ser tormento?». En definitiva, Ratzinger estaba de acuerdo con que el Vaticano II había «podado ramas y había querido llegar hasta el sencillo núcleo de la fe; el Concilio ha abierto sendas que conducen verdaderamente al centro del Cristianismo».

Sin embargo, el problema posconciliar había sido otro, y el teólogo recurría para explicarlo a una comparación con el Quijote de Miguel de Cervantes. Lo hizo también en 1975, en el artículo Sobre el problema de la aceptación del Concilio Vaticano II. Allí evocaba «el alegre auto de fe que el cura y barbero llevan a cabo, en el capítulo 6, con los libros del pobre hidalgo: se echa afuera el mundo medieval y se tapia la puerta de entrada; una nueva era se burla de la anterior». Sin embargo, añade Ratzinger, «poco a poco Cervantes va cogiendo afecto al loco caballero, porque su loco tenía un alma noble, y la locura de consagrar su vida a la protección de los débiles y al defensa de la verdad y la justicia tenia grandeza en sí».

Tras la evocación literaria, Ratzinger sostenía que «en estos diez años desde el Concilio hemos vivido experiencias que no son dispares de las que subyacen bajo la transformación de don Quijote: «Nos hemos entregado también al auto de fe sobre libros escolásticos que nos parecía locas novelas de caballería, que no hacían sino llevarnos a regiones de fantasía y nos embelesaban con peligrosos gigantes, cuando en realidad teníamos que enfrentarnos con las filantrópicas acciones de la técnica y sus aspas de molino”.

Y tal vez como explicación de aquellas firmas suyas, cinco años antes, en documentos que reclamaban reformas profundas en la Iglesia, Ratzinger expresa que «en la literatura conciliar y postconciliar es innegable la existencia de una especie de burla, con la que como alumnos ya maduros, queríamos despedirnos de anticuados libros de texto. Lentamente hemos advertido que tras las puertas cerradas existen cosas que no deben perderse, si no queremos perder nuestras almas».