El pasado martes recibimos dos noticias de muy distinto calibre relacionadas con la música. La primera fue la inmediata cancelación de Operación Triunfo. La otra, más cercana, hablaba sobre la decisión del Ayuntamiento de Málaga de ponerle una calle a Tabletom. No suele ser común, pero a veces van y se juntan un par de buenas noticias. La primera lo era porque sacó a relucir el único interés de los creadores del programa televisivo: la audiencia -aunque durante años nos quisieron vender eso de que lo importante era la música-.

Y la segunda porque hace justicia a una de las banda más inoxidables del planeta. Como ya es costumbre, las redes sociales y los blogs se ocuparon de analizar ambas informaciones. En los mensajes en Twitter y Facebook sobre el repentino cierre de la catódica academia de cantantes había tristeza y también alegría. Unos se lamentaban: «los pobres chicos no merecían ser decapitados de esa manera». Otros atacaban sin piedad al concurso por la forma de limar las personalidades artísticas de los participantes hasta convertirlos en marcas blancas de la canción: todos iguales y de poco valor. Los menos le echaban la culpa a Pilar Rubio con la misma crueldad con la que los británicos lapidaron a Yoko Ono cuando se presentó agarrada del brazo de John Lennon a finales de los sesenta.

Tengo que confesar que el lluvioso día me convirtió el lunes en espectador de la pasada gala de OT -la penúltima a la postre-. Hacía años que no seguía los pasos de los aprendices a cantante y ya casi no recordaba las razones por las que nunca me gustó el concurso. Hasta que la imagen de tres modelos sobre el escenario haciendo creer al personal que tocaban el bajo, la guitarra y la batería refrescaron mis recuerdos. ¡Un programa de música sin músicos! Al instante comprendí muchas cosas, entre ellas los recientes comentarios de Bisbal sobre Egipto y sus pirámides.

La Red también sirvió de altavoz a las miles de felicitaciones que recibieron los componentes de Tabletom. No sé en qué barrio estará la calle dedicada a la banda de Rockberto, Perico y Pepillo, pero ya quiero vivir en ella. Allí se podrá jugar a ser de la KGB, arrojarse con valor y salir volando, comerse un puchero u dos, regar las plantas con Paco y dejarse matar por el rock and roll. El merecido reconocimiento institucional al insigne grupo malagueño resulta al menos curioso: el mismo ayuntamiento que prohíbe la música en la calle le dedica una calle a la música. Ojalá que esta Operación Tabletom no acabe aquí y nos lleve a otros muchos lugares, como la plaza Danza Invisible, la avenida Chambao o el camino Zenet.