A veces no sólo Roma supone un peligro para el caminante. Esta mañana he pasado por el entorno del Thyssen de Málaga y han estado a punto de cementarme la boca. No me refiero a una de esas metáforas cotidianas y brutales que se utilizan para ordenar silencio y mucho menos a lo último en terapias odontológicas, sino literalmente a la posibilidad de sellar el espacio comprendido entre los labios con una mezcla abominable de arcilla y argamasa. Nunca me he planteado qué nuevas gracias conllevaría habitar el mundo con la jeta empedrada, pero a buen seguro que se trataría de una humillación lo suficientemente cualificada como para atraer a otras, quizá un grafiti al lado del belfo, o peor aún, un cartel publicitario a la altura de los premolares.

La rapidez de los operarios que se afanan en el futuro museo roza lo insensato, con los viandantes como testigos, a menudo móviles, de la maña casi sinfónica de decenas de trabajadores, todos ellos sostenidos por una fecha y una urgencia que acaso también juzgará la historia. De repente, se sienten ganas de ser jubilado, aunque muchas más de salir corriendo para no verte forzosamente integrado en el edificio a golpe de cal y de pintura blanca. Por el momento, la arquitectura del museo ha servido para suscitar polémica y resaltar las diferencias con el edifico colindante, una iglesia que no dudo que merezca el aprecio de los malagueños–cada uno aprecia lo que le apetece­–pero que ya resaltaba por sí misma por una virtud poderosa y plástica: su fealdad, verdaderamente sobresaliente. Cuesta aceptar que con todas las atrocidades contra el patrimonio que se han cometido y se cometen en Málaga, a muchos les fastidie encontrarse con el careo inesperado de un inmueble contemporáneo y un pastiche neogótico, horripilante en su concepción y relación con el entorno, por mucho que sea de Guerrero Strachan. Con esos trazos difícilmente se podría buscar la vida como sala de estudio de una universidad estadounidense, aunque se le auguraría un futuro espléndido en el campo de la repostería decorativa.

Eso está ahí, ¿y qué se podría hacer? ¿meter el cuchillo? Por supuesto que no. Pero tampoco pretender ordenar toda la arquitectura del barrio a partir de su mascarada ojival. Para eso ya estaban otros hitos que la historia, y un poco también el nuevo Thyssen, se ha encargado de dilapidar, la planta de ejemplos dieciochescos, cada vez menos diáfana y numerosa o las pinturas murales, entendidas como reductos de un entramado arquitectónico que puede hablar de todo menos de esplendor, a excepción de un par de ejemplos que apenas dan para liberar de texto a las guías turísticas. Quizás habría que cavilar acerca del significado de devolver a los espacios su aspecto original, que, con frecuencia, se asocia a lo que la generación nacida en los años cincuenta identifica con su infancia, pero cuyo recorrido es escandalosamente mayor. Lo neogótico no es, no puede ser, la tradición, sino más bien todo lo contrario si se atiende al tipo de construcciones que se hacían en Málaga en la época en la que el resto de Europa se obstinaba en las vidrieras y la arquería papal. Un gusto de obstinación, por cierto, pero no a la revisionista.