Falta apenas una semana para que comience la decimocuarta edición del Festival de Málaga-Cine Español, y una cruel coincidencia ha hecho que, justo ahora, confirmemos que el cine español se despeña, que en el año anterior perdió cuatro millones de espectadores y sólo recaudó algo más de ochenta millones de euros.

Siempre he albergado la duda de si el festival de Málaga se creó para promocionar el cine español o la ciudad intentó promocionarse a través del cine. Tanto lo uno como lo otro podríamos afirmar, catorce años después, que ha sido un fracaso. Ni Málaga ha conseguido anclarse en el selecto grupo de los festivales de cine con gran prestigio ni el cine español ha logrado, merced al festival, hacerse más visible.

Probablemente el problema radique, principalmente, en el producto en cuestión. La mayoría de las veces lo único que diferencia el cine español del hormigón es que éste es un poco menos espeso porque arrastra una serie de manías, todas muy predecibles, que lo hacen casi insoportable, como esa obsesión por las escenas de sexo, una y otra vez, vengan o no a cuento, tenga o no que ver con la historia, con la trama, como si hubiese sido incapaz de superar aquel ´destape´ de los setenta, con lo que ha llovido desde entonces.

El cine español es extremadamente aburrido en su mayoría, incapaz de conquistar al público salvo cuando se pone casposo y recurre, tipo Torrente y por ahí todo seguido, no ya a la caricatura, ni al esperpento, sino al desquiciamiento de nuestros límites más bajos, de los tópicos más insufribles, de la zafiedad y la mala educación que en efecto nos invade por todas partes. Porque aunque ahora, de repente, a la crítica especializada le ha dado por intentar extraer un análisis metacultural de la cuarta entrega del insufrible Segura y sus cameos, lo cierto es que sus películas no son más que una sucesión de bajezas sin la más mínima gracia.

Y cuando no desciende a esos, por desgracia, rentables lodazales, el cine español es una industria ficticia porque no vive de lo que fabrica y vende, sino de lo que se le aporta desde el presupuesto público, lo cual permite hacer cualquier experimento, más o menos artístico, para única satisfacción de sus creadores, dando en realidad lo mismo que guste o no a la gente.

El cine español tiene directores magníficos (como mi admiradísimo José Luis Garci), actores inconmensurables (¿alguien duda de que si José Luis López Vázquez hubiese nacido en Estados Unidos se hubiera llamado Jack Lemmon?), guionistas solventes y técnicos de primera línea. Pero sin embargo no consigue encontrar la manera de hacer un producto aceptable con la calidad suficiente para no ser un bodrio de consumo rápido y con la frescura necesaria para no ser un plomazo con escena de sexo al fondo.