Poco antes de que comenzasen a producirse explosiones en los reactores de la central nuclear japonesa de Fukushima, compareció en la pantalla de una cadena de televisión española una señora que fue presentada como portavoz del Foro Nuclear, una entidad que agrupa a las empresas dedicadas a esa actividad en nuestro país. No presté mucha atención a su nombre (estaba en un café) pero creo recordar que se apellidaba Domínguez. La locutora que la introdujo en escena no nos explicó cuál era su profesión aunque se supone que estaba relacionada de alguna forma con el asunto de que se hablaba. Era una señora de mediana edad, apacible y regordeta, y por su aspecto bien pudiera pasar por la madre abadesa de un convento de monjas reposteras (en el caso de que las madres abadesas de los conventos de monjas reposteras respondan a estos estereotipos, claro).

Como es lógico, la primera pregunta se refirió a los peligros hipotéticos de las averías provocadas por el terremoto y el posterior tsunami en las instalaciones de la planta. La señora ni se inmutó, porque seguramente ya se esperaba la embestida. Compuso su mejor sonrisa beatifica de madre abadesa, y pasó a pormenorizar un catálogo exhaustivo sobre las bondades de la energía nuclear y sobre la seguridad a toda prueba de sus instalaciones. En Japón –dijo– no existía ningún peligro, ni siquiera remoto, de que los reactores pudieran sufrir daños irreversibles. Todo el proceso se estaba desarrollando de acuerdo con un protocolo muy exigente estudiado de antemano y el personal de la entidad propietaria los aplicaba con toda seriedad y rigor. En cuanto a la posibilidad de que se produjese un accidente parecido al de Chernóbil lo descartó totalmente, con una nueva sonrisa de suficiencia. Los reactores estaban protegidos del exterior por un revestimiento de una solidez indestructible y además la tecnología del eficiente capitalismo occidental nada tenía que ver con las comatosas plantas soviéticas.

Y su conclusión f inal no fue menos optimista. La planta de Fukushima superaría la prueba y demostraría la robustez de las instalaciones nucleares y su imprescindible contribución al desarrollo económico moderno. ¿Cómo íbamos a arreglárnoslas sin ellas? La fe de aquella mujer en las bondades de la energía nuclear me produjo el mismo estremecimiento que la fe de las monjas en las bondades del más allá. Las cuestiones de la fe escapan a mi comprensión. Desconozco qué habrá sido estos días de esta mujer. Después de las alarmantes noticias que nos llegan desde Japón, donde se ha declarado fuera de control la planta de Fukushima, no la hemos vuelto a ver en los telediarios para dar testimonio de su fe. La cosa es muy seria, pero las contradicciones de los partidarios de la energía nuclear (contra cuyos peligros incluso nos previno Einstein) no dejan de tener aspectos divertidos.

Por ejemplo, en el bando de los adoradores españoles de Angela Merkel, la canciller alemana. En ese grupo, donde se retuercen de satisfacción cada vez que le da lecciones de economía al presidente Zapatero, ha cundido el desánimo ante su aparente cambio de actitud respecto de las centrales nucleares. Unos la han acusado de demagoga y de usar ese argumento por razones puramente electorales. Y otros, más exaltados, le han negado cualquier conocimiento serio en la materia. Desconozco cuáles son los títulos de estos tertulianos para opinar así, pero deberían recordar que la señora Merkel es doctora en Física por la Universidad de Lepzig (antigua Alemania del Este). Algo sabrá.