El profesor Howard Gardner es premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales. La inteligencia, nos dice, no es una sustancia en la cabeza sino una colección de potencialidades. Luego explica que hay múltiples inteligencias: lingüística, lógico-matemática, espacial, interpersonal… así hasta siete, aunque anda considerando añadir algunas más.

Tendrá razón el sabio; siendo bobo no se llega a catedrático en Harvard, y su libro Frames of mind ya es tenido por un clásico en estos menesteres.

La ventaja de que ahora resulte que hay muchas inteligencias es que quedan suprimidos los tontos. («La física no le entra en la mollera, ¡pero tiene una inteligencia corporal-cinética que no veas!»). Un alivio para muchos, porque será difícil dar con alguien que no tenga siquiera un nivelcillo en al menos una de las múltiples inteligencias que se van añadiendo al catálogo. Esto, en el plano de la psicología, es lo que el pensamiento de Rousseau fue a la sociopolítica: todos los hombres eran buenos y ahora, además, son listos. Si alguno se envilece o se entontece la culpa no será suya, sino de otra instancia; de la sociedad, por ejemplo, o del «Dios mercado», por usar una expresión predilecta del inolvidable comunista Julio Anguita. La culpa siempre es de otro. La de la crisis también.

Hemos, pues, eliminado a los tontos. El listismo se suma al buenismo asegurando más aún el progreso linear hacia un mundo mejor y más justo («yo te llevaré a un lugar bajo el sol para construir un mundo mejor, baby»), aunque para ello haya que sortear la miríada de obstáculos que a este designio magnánimo le interponen empresarios, conservadores, globalizadores y otros malvados.

No queda claro cuál de las múltiples inteligencias de Gardner es la de Rodríguez Zapatero, ya que todavía no se ha decidido a catalogar la inteligencia moral. De hacerlo, Rodríguez la poseería en grado superlativo, y quizás así se explicaría su especial capacidad para discernir a primer golpe de vista y sin necesidad de mayor análisis, el bien del mal. También poseería una gran inteligencia histórica (anote, profesor Gardner), herramienta con la que revivir el pasado de manera instantánea y a voluntad, pudiendo además segmentarlo con precisión para elegir solo las partes deseadas.

La inteligencia económica, ¡ay!, no sería su fuerte. Jordi Sevilla –ahora lo sabemos– pecó de optimismo ­cuando cifró en dos tardes lo que necesitaba el presidente para ponerse al día en la materia.

Pero, al cabo, esa supina ignorancia económica de Rodríguez no es importante, pues está suplida por ideas grandes y sublimes: ansia infinita de paz, insumisión ante «los poderosos», igualdad como principio totalizador e indiscutible, nación (ahora sí) discutible, alianza de civilizaciones, vindicación de los abuelos, memoria histórica… (y de pronto recuerdo al Stephen Dedalus de Joyce cuando aconsejaba temer a las grandes palabras, pues nos habrían de hacer muy desgraciados).

Así pues, «inteligencias». Estaba cantado. El miedo a los absolutos es signo de estos tiempos crepusculares. Ya mostré mi extrañeza en estas mismas hospitalarias páginas ante la transformación, cuando andábamos saliendo del franquismo, del concepto «libertad» en un más modesto, desvaído y vergonzante «libertades». Ahora convertimos inteligencia en inteligencias. Todo cuadra. Se acabaron los tontos. Según los buenistas y los lististas el progreso progresa. Olvidemos la crisis (esa que no había) y gritemos con el corazón henchido de júbilo y buen rollo: ¡Viva el listismo-leninismo pensamiento de Mao Tse Tung!