Cuando queremos dar credibilidad a nuestras afirmaciones apelamos al recurso de adelantarnos a los historiadores: «la historia dirá…» El método suele dar buenos resultados pero tiene dos fallos notables: uno, el de que nadie nos ha dado «poderes» para ser capaces de adelantarnos al juicio de la historia; y otro que los historiadores, lejos de ofrecer unas conclusiones unánimes e inapelables, construyen versiones muy diversas. Correré el riesgo para decir que, si Zapatero consigue más de dos líneas (las que ponen solo su nombre y su cargo) en los libros de texto sobre esta etapa de España, las líneas de más hablarán del matrimonio homosexual o de la «ley de igualdad». Lo que sería muy arriesgado imaginar es si esa nueva legislación se citará para aplaudirlo o para despellejarlo. Adivinar esto supondría adelantarse a imaginar que la sociedad del futuro será de tal o cual manera: más o menos tolerante en cuanto a las «opciones» sexuales de cada uno y más o menos indulgente con las injusticias de género que contiene la paradójicamente llamada «ley de igualdad».

Si el manual de historia se explaya en la crítica, al margen de algún comentario sobre esa legislación en materia de «costumbres», acotará: «Pero también fue José Luis Rodríguez Zapatero quien sumió al PSOE en una de las mayores crisis de su historia, si no la mayor». Para eso los historiadores podrán aportar simplemente los datos electorales del 22 de mayo.

El hundimiento del PSOE estaría requiriendo una personalidad salvadora que seguramente no existe. Pero parece evidente que Zapatero volvió a elegir lo peor, siguiendo una línea en la que sus marchas, contramarchas y zigzags nunca le han ayudado: parece una caricatura de un soldado haciendo eses para salvarse y consiguiendo justamente que todas la balas le alcancen, como si sus vaivenes le hicieran ir en busca de ellas.

Si hay alguien casi tan quemado por la acción de gobierno como Zapatero es el candidato Rubalcaba. El vicepresidente, ministro del Interior y portavoz carga sobre sus espaldas todas las desgracias del presidente, con quien fue solidario en todo momento, y algunas más, como el famoso chivatazo a ETA (el caso Faisán); y eso sólo de este último tiempo, porque cuenta además con un currículum atroz, que incluye una «cuota parte» (expresión querida por Felipe González) hasta del terrorismo de Estado de los GAL, algo que, en lo profundo de su corazón (y en algunas tertulias de radio de la época) le aplaudían más los votantes del PP que los suyos propios.

A un dirigente incinerado, que acumula a todos los desmanes políticos de Zapatero unos cuantos de los de Felipe González («carrera dilatada en el tiempo», ha resumido Carme Chacón), se le encarga ser la «nueva imagen»… idea que ha puesto en escena… ¡el propio Zapatero! Resulta tan descabellada que uno tiende a pensar que la corregirán antes de las elecciones generales.

Puede ser que Carme Chacón no sirviera para este trance (lógicamente, ella ha querido reservarse para tiempos mejores) pero sí podía acumular algunas bazas potencialmente valiosas (a la par que dudosas, todo hay que decirlo): dar imagen moderna en los mencionados temas de «costumbres» –una de las pocas cosas a las que ZP, tal vez, sacaría algún partido– proponiendo así un cierto «zapaterismo costumbrista», a la par que un suave catalanismo, un discreto feminismo y un discurso que tendería a codearse con la izquierda social (aunque en esto estorbe bastante Afganistán).

Tampoco hay mucho para elegir. Si se intentara la estrategia opuesta (en vez del difícil coqueteo con la gente de izquierdas, dar un golpe de timón hacia el centro derecha y arañarle votos a Rajoy en esa frontera) el candidato obvio sería el señor Bono. Y ya tirando por la calle de en medio, estaría Solana, al que se podría rellenar tanto con un contenido atlantista como con un lustre europeísta… corriendo el albur de lo imprevisible.

Es lo que hay. Tras Rubalcaba se mueve con su aire robótico ZP, en busca de todas las balas. ¡Las quiere todas para él!