A estas alturas de la historia, ya casi nadie duda que la democracia es un sistema bastante imperfecto. De hecho, Churchill llegó a proclamar que es el peor sistema político que existe, eso sí… con la excepción de todos los demás. El siglo XX se encargó de acumular pruebas sobradas que dan la razón al sarcástico político inglés. También en esa centuria, al igual que en las primeras décadas de la actual, ha quedado demostrado con bastante claridad que la democracia formal no es garantía de democracia real, pero también, aun de forma más contundente, que sin democracia formal, sin el respeto estricto de los derechos y libertades individuales, no puede alcanzarse ninguna democracia real.

El debate entre democracia representativa y democracia directa es ciertamente antiguo. Con independencia de sus ventajas e inconvenientes respectivos, el incremento del número de personas encuadradas dentro de las jurisdicciones políticas inclinó la balanza del lado de la primera. Sin embargo, hoy día, a raíz del extraordinario despliegue de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación se abren inusitados horizontes, que hasta hace poco, cuando las relaciones humanas estaban supeditadas, a efectos de la adopción de decisiones, a la restricción del contacto físico, eran inimaginables.

Una cuestión clave emerge con fuerza en el panorama social: ante los recursos tecnológicos disponibles, que, al menos teóricamente, posibilitan la participación personal y directa de la gran mayoría de la sociedad en la toma de decisiones colectivas, ¿debería ir realizándose una transición desde la democracia representativa hacia la democracia directa? Con las nuevas tecnologías, que podrían permitir a todo el mundo votar directamente, de manera electrónica, sobre cualquier tema, «¿por qué necesitamos un gobierno representativo?», se llega a plantear el economista norteamericano Lester Thurow.

Antes de intentar dar una respuesta a preguntas tan relevantes, puede ser interesante recordar cómo fue afrontado históricamente dicho dilema, incluso mucho antes de disponer de avanzadas herramientas de comunicación y procesamiento de la información. En el controvertido proceso que dio lugar a la creación de los Estados Unidos de América la cuestión adquirió un protagonismo crucial, según se recuerda en un reciente informe de The Economist sobre la democracia en California. Dos fueron las posiciones entonces enfrentadas: los antifederalistas encabezaron un movimiento a favor de una democracia directa en la que los ciudadanos participaran activamente; en contraposición, los federalistas consideraban que esa visión era ingenua y peligrosa, mostrando su preocupación ante la posibilidad de que una mayoría pudiera oprimir a las minorías. En su lugar, eran partidarios de que las distintas propuestas se debatieran en una cámara de representantes, cuyas leyes debían pasar luego los filtros del senado, así como los de las otras dos ramas del poder (ejecutivo y judicial). La controversia fue ganada por los federalistas, que lograron introducir ese enfoque en la Constitución estadounidense.

La polémica vuelve a saltar a la palestra más de dos siglos después, a resultas de los problemas económicos vividos en los últimos años por el Estado de California. Paradigma hasta hace poco de la sociedad del bienestar y del progreso económico, el mencionado semanario británico no duda en focalizar en el arraigo de importantes fórmulas de democracia directa en el sistema político californiano una de las principales causas de su reciente declive. Según el citado informe, las decisiones legislativas de los ciudadanos, a través de la limitación de los impuestos o la ampliación de los gastos públicos, han dificultado enormemente el logro del equilibrio presupuestario. En vez de actuar como un freno sobre las élites, las iniciativas de consulta o decisión populares se han convertido en un instrumento al servicio de intereses especiales.

El diagnóstico, un tanto sorprendente, es que ha existido un «exceso de democracia directa». Respecto al posible mal uso de ésta alertaba hace algunos años, sin ningún tipo de contemplaciones, Ralf Dahrendorf, exdirector de la London School of Economics y Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, para quien «la apelación directa al pueblo, sin el filtro de los parlamentos y del debate democrático, tiene muchas posibilidades de convertirse en populismo… ésta ha sido siempre la base de cualquier política antidemocrática: utilizar al pueblo contra los derechos del pueblo: utilizar al pueblo para sustraerle su derecho al autogobierno».

Si la democracia directa dista de ser un esquema perfecto, sobre todo cuando afecta a un gran colectivo de personas y ha de resolver problemas económicos esenciales, no puede decirse que la democracia representativa muestre una hoja de servicios inmaculada. El peligro de desconexión real entre representados y representantes está siempre latente y no son pocas las dificultades para conjugar armónicamente todos los intereses en juego.

Sin perder de vista las mencionadas cautelas, en la actualidad, ante la encrucijada económica y social en la que estamos inmersos, es más necesario que nunca materializar fórmulas eficaces de gobierno para el pueblo pero con el pueblo, como imprescindible es que, a través de distintos canales, los representantes oigan a los representados. La existencia de información desde la base social, la expresión de opiniones, la ilustración de experiencias, la formulación de propuestas… no tienen por qué causar efectos perjudiciales para nadie, sino todo lo contrario. La sostenibilidad democrática hace aconsejable buscar un equilibrio adecuado, evitando los excesos pero también los déficit en los ámbitos señalados.

Ahora bien, pese a su amplio recorrido para mejoras potenciales, a la luz de la experiencia histórica, sería un grave error minusvalorar las insustituibles aportaciones de la democracia representativa. Poder votar, o simplemente no hacerlo, con total libertad, sin tener que rendir cuentas a nadie, es un activo tan valioso que no por rutinario debemos dejar de apreciar en sus justos términos, a cuyo efecto puede ser oportuno reflexionar en torno a la siguiente constatación del sociólogo Víctor Pérez-Díaz: «En la historia de la especie humana, la democracia liberal es una flor rara... Tomar las experiencias democráticas como definitivas, para siempre o para mucho tiempo, parece irrazonable. Si son edificios («consolidados»), pueden convertirse en ruinas con un temblor de tierra de suficiente intensidad».