Tess, Nora, Julie y Ada son compañeras de colegio, tienen cinco años y mucha energía limpia. Tres de ellas se suben a un gran columpio redondo que la cuarta empuja quedándose, cada vez que lo aleja de sí, suspendida unos segundos en el aire. Los dos padres que estamos a cargo de ellas dejamos pasar el tiempo, sentados en un banco a la sombra, mientras contamos por encima los furgones, coches y motos de policías que pasan por el camino que separa este rincón dentro del parque de la Ciutadella, el mayor de Barcelona, del Zoológico y que desemboca en el Parlamento de Cataluña. Entablamos conversación con las cuidadoras de una guardería, que atienden a diez niños de menos de tres años, que nos dicen que tendrán que quedarse allí al menos una hora más porque será entonces cuando sus padres se presenten a recogerlos. Ni nuestras hijas, que ahora se persiguen chillando felices, ni nosotros, ni las cuidadoras de esa guardería nos preocupamos demasiado ya que sabemos que los indignados que han convocado una manifestación en ese lugar no llegarán allí hasta dos o tres horas más tarde. Y porque hemos pasado muchas horas con ellos como para haber comprobado que no son ni violentos ni partidarios de la violencia. Mientras tanto, al cabo de un rato calculamos que habremos visto varios cientos de policías (al día siguiente leo en un periódico que entre 550 y 600), un número tan alto que comenzamos, entonces sí, a temernos lo peor.

Ada, Nora, Tess y Julie paran un poco a tomarse la merienda. Los niños de la guardería, contagiados unos de otros, se quitan y se hacen poner los zapatos como si hubieran descubierto el juego más divertido del mundo. La brisa es muy agradable y los pájaros cantan a todo pulmón. Una tarde perfecta que queda rota al cabo de un rato cuando varios agentes penetran en el recinto acotado con una valla de madera donde estamos y se ponen a gritarnos, sin educación, con tono amenazador, que desalojemos el parque «por nuestro bien». Se les ve nerviosos y con ganas de ensayar los tonos de la amenaza para cuando lleguen sus enemigos de verdad. Eso es exactamente lo que hacen: envalentonarse con quienes no les han agredido para tener la testosterona y la adrenalina a tope cuando lleguen los malos.

Ninguno de esos policías se para a mirar a quiénes están gritando: cuatro niñas de cinco años, diez niños de menos de tres que llevan pañales, varios adultos que cuidan de esa tropa con batas y bocadillos de queso. Ninguno de esos policías dice «por favor» o se para a dar explicaciones. Ya están pensando en la batalla campal que suponen que está a la vuelta de la esquina y tensan los músculos, acarician las porras, se ajustan los cascos. Ninguno de esos policías sonríe a los niños, y esos que muchos de ellos serán, imagino, padres.

Así que recogemos y caminamos en dirección a la salida que queda más cerca de nuestras casas. Unos cientos de metros después abandonamos un parque tomado, encendido de una ira previa e injustificada porque hay 600 policías pero no manifestantes. Por eso cuando, al día siguiente, leo que ha habido violencia por parte de los algunos supuestos indignados (violencia que la gran mayoría de los verdaderos indignados del 15-M ha rechazado) me pregunto: qué parte de responsabilidad han tenido, a la hora de provocarla, esos policías que ni con niñas encantadoras ni con bebés son capaces de relajarse.