No todo son malas noticias. Facebook perdió el mes pasado cien mil suscriptores en el Reino Unido, seis millones en Estados Unidos y un millón y medio en Canadá, en este país sobre una población de 33 millones escasos. A saber, los aislados canadienses han descubierto que es más ameno dialogar con los renos que con seres humanos belgas o letones. El retorno de la racionalidad a Occidente se compensa con la aparición de doce millones de usuarios de la red social, en países como Indonesia. Este corrimiento permitirá mantener un apasionante foro con balineses, sobre la crisis de los pepinos españoles.

Facebook prosperó bajo la hipótesis de que nuestra alma gemela vive en Oklahoma, de que podíamos obligar a nuestras amistades a contemplar por obligación nuestras indefendibles fotos de viajes, y de que tenía sentido recuperar al novio que abandonaste hace tres décadas por su fijación con la tristeza de Leonard Cohen, ahora que tu ex tiene la misma edad que el cantautor. En la película La red social queda claro que el sociópata Mark Zuckerberg inventó Facebook para vengarse de las seres humanas que le rechazaban. Ha llegado la hora del desquite, y las masas de adeptos empiezan a migrar porque demandan medios de comunicación más próximos si cabe a la Santa Inquisición.

Hasta las personas que nunca han tenido Facebook se habían hartado de su dictadura. Sin embargo, el hundimiento de este mercado global de vulgaridades cursa con efectos secundarios contaminantes. La red funciona como un excelente sumidero virtual. Había concentrado en una sola dirección a todas las personas sin nada interesante que decir. Esta polarización liberaba los espacios creativos, apuntando incluso a un renacer de la literatura. Rotas las compuertas, los fanáticos de torturar a los demás con sus peripecias se abatirán sobre quienes se mantuvieron ajenos a su pegajosa extroversión. Y los desencantados vuelven además resabiados, tras descubrir que los seres humanos son homogéneamente aburridos en todo el planeta.