Mi admirable y docta amiga, la baronesa E. v. H., a la que he citado en otras ocasiones, decía que las aguadas napolitanas se habían adelantado ya en el siglo XVIII a las exigencias de la aviación comercial moderna, sobre todo las de los vuelos low cost. La baronesa posee en su piso de Viena una notable colección de esas modestas obras de arte, en las que predominan los rojos y los amarillos de las erupciones del Vesubio junto a los azules tersos de las aguas de la bahía napolitana.

Estas pinturas, que no necesitan ni bastidor, ni lienzo, ni marco, se podían enrollar fácilmente para ser transportadas como un souvenir distinguido en una maleta o en un baúl, durante el «Grand Tour» europeo de los ingleses de la época victoriana. Su técnica era muy sencilla: pintura al temple sobre un trozo de papel.

Situaba la baronesa el «risorgimento» de las aguadas en la exposición que se hizo en París en 1966 bajo los auspicios de una conocida galería de arte: Le Cadran Solaire. A partir de entonces la pasión por estas pinturas ha ido en aumento y en la actualidad los coleccionistas de aguadas napolitanas en todo el mundo se cuentan por decenas de miles. Además la cotización de las obras más antiguas, sobre todo las provenientes del reinado de Fernando IV, soberano de Nápoles y las Dos Sicilias, alcanzan cantidades generalmente asociadas a obras de mayor rango.

Leopardi (E'l naufragar m'è dolce in questo mare) llamaba el sterminator Vesèvo al fiero volcán que inspiraba muchas de aquellas pinturas. Según el maestro Raffaello Causa, el Vesubio dominaba «un golfo encantador y unos parajes de inigualable amenidad, subrayando el contraste entre belleza y peligro, benignidades climáticas y amenazas de lava.»

Al principio la aguada fue en el Nápoles borbónico una técnica importada desde Roma por el maestro Filippo Haeckert, pintor de la Corte. Los discípulos de Haeckert dieron a las aguadas una poderosa carta de naturaleza napolitana. Con motivos muy similares a los aludidos por el ilustre don Raffaello Causa. Una naturaleza sublime dominada por unos poderes inquietantes.

Me señalaba la baronesa E. v. H. la obra favorita de su colección. Una pequeña joya, firmada por el gran Xavier della Gatta en el 1800: un Vesubio luciferino, dominando desde la lejanía una bucólica escena consagrada a risueños idilios campesinos. Aquella pintura, casi precursora de las primeras tarjetas postales, adquiría los tonos admonitorios de un morality play medieval. Bastante ajustados, por cierto, a una ciudad que sigue inspirando tanto inquietud como fascinación a los que llegan de fuera.

Luces y sombras, quizás cada vez menos equidistantes, de la Nápoles donde cabalgan juntos lo mejor y lo peor de este mundo. Como aquel severo epitafio de Charles Dickens: «la miserable desesperación, la corrupción y la bajeza están íntima e irremediablemente unidas a la alegría de la vida napolitana.»