El título del artículo es un famoso verso del poeta Rainer Maria Rilke. Puede, y debe, convertirse en un lema para la vida. Hay que sobreponerse a las adversidades. Porque la vida está entretejida dificultades ante las cuales hay que saber reaccionar.

Remito al lector a la interesante obra de Luis Rojas Marcos titulada Superar la adversidad. Dice el autor que, cuando le comentó a un conocido explorador que iba a escribir el libro, éste le dijo: «Para sobrevivir perdidos en las montañas o en la nieve influyen la buena preparación y cargar con un buen equipo. Pero a la hora de la verdad, lo que a menudo separa a los vivos de los muertos no es lo que llevan en la mochila sino en la mente».

Ante las adversidades, que ponen a prueba nuestro equilibrio físico y psicológico, que cuestionan el sentido de la vida y que llenan de interrogantes el futuro, necesitamos sobreponernos. Necesitamos practicar la resiliencia, esa estrategia que nos hace recuperar la posición inicial después de un golpe. Es preciso fortalecer los motivos que tenemos para vivir. A pesar de todos los pesares, la vida merece la pena. Es preciso cultivar las relaciones afectivas, desarrollar el pensamiento positivo y tener una buena autoestima. Hay que acudir, incluso, al humor para no perder toda la esperanza. Rojas Marcos cuenta, al respecto, esta simpática anécdota:

«A un preso condenado a muerte, cuando se encontraba ya en la silla eléctrica, le dio un ataque muy fuerte de hipo justo antes de que el guardián apretase el interruptor. «¿Algún último deseo?, le preguntó el agente siguiendo el ritual. El reo imploró entre hipos: «Sí…, por favor…, ¿me puede dar un susto?».

No hay que desesperar. En el mundo hay mucho dolor, pero también mucha fortaleza, mucha esperanza y mucho amor. Dice Helen Séller que «el mundo está lleno de sufrimiento, pero rebosa de personas que lo han vencido y en su lucha descubrieron algo valioso».

Al hijo de un amigo le acaban de amputar una pierna. Primero por debajo de la rodilla, después por encima. Cuatro operaciones. Un abismo de dolor físico y psíquico. Los padres han tenido que sobreponerse a esa tremenda adversidad. Y han tenido que superar la angustia de que, como consecuencia del accidente, haya corrido incluso peligro extremo la vida del pequeño. Un niño de nueve años.

Imagino los días y las noches de esos padres. Cuando el sueño golpea y no deja dormir y cuando al abrir los ojos cada mañana descubren que la pesadilla es otra vez real. Todos los días. Todos los días de la vida.

No es difícil imaginar la angustia producida por el golpe que corta bruscamente la placidez cotidiana de una vida en familia. No es difícil imaginar lo que pasa por la mente y el corazón del niño, del hermano, del padre y de la madre. ¿Por qué a nosotros?, pensarán. ¿Por qué a mí?, dirá mil veces el pequeño.

Hay tres formas diferentes de reaccionar ante una desgracia horrible: La primer consiste en dejarse arrastrar por el torbellino del dolor, en instalarse en la tristeza y la rabia, en maldecir la suerte. La segunda exige luchar contra la desgracia, sobreponerse al dolor, abandonar la desesperación. La tercera consiste en convertir esa dificultad en una ocasión para superarse, en transformar la debilidad en fortaleza.

He leído, a propósito de esta tercera postura, una aleccionadora historia en el libro de Jaume Soler y Mercé Conanglia que lleva por título Aplícate el cuento.

Marcos era un niño de diez años que decidió aprender judo a pesar de haber perdido su brazo izquierdo en un terrible accidente automovilístico.

El niño comenzó a recibir clases de un anciano maestro japonés. Marcos se esforzaba tanto como podía. Y por ello le era difícil entender por qué, después de tres meses de entrenamiento, el maestro solo le había enseñando un movimiento de esa disciplina.

Sensei, dijo el niño, ¿no debería estar aprendiendo más movimientos?

– Este es el único movimiento que sabes, pero es el único que necesitas saber, respondió el sensei.

Meses más tarde el sensei llevó a Marcos a su primer campeonato. Para su propia sorpresa ganó fácilmente los dos primeros encuentros. El tercer encuentro resultó ser más difícil pero, pasados unos momentos de incertidumbre, su contrincante se impacientó y atacó. El niño usó hábilmente su único movimiento para ganar el encuentro. Asombrado aun de su éxito, Marcos no podía creer que estaba en las finales.

Esta vez su contrincante era mayor, más fuerte y con más experiencia. Al principio parecía que el niño estaba a punto de perder. Preocupado porque Marcos fuese lesionado, el árbitro pidió un receso. Iba a detener el encuentro cuando el sensei intervino:

– No, dijo. Déjelo continuar. Él puede.

Poco después de recomenzar el encuentro, su contrincante cometió un error crítico y bajó su guardia. Instantáneamente, Marcos empleó su movimiento para inmovilizarlo. El niño había ganado el encuentro y el campeonato.

De regreso a casa el niño y el sensei repasaban cada movimiento en cada uno de los encuentros. Entonces el niño se llenó de valor y le preguntó:

Sensei, ¿cómo es que gané el campeonato con un solo movimiento?

– Ganaste por dos razones, Marcos, dijo el sensei. Primero, casi dominas a la perfección uno de los movimientos más difíciles del judo. Segundo, la única defensa conocida para este movimiento es que tu contrincante te agarre por el brazo izquierdo.

La mayor flaqueza del niño se había convertido en su mayor fortaleza. Querido Rubén, estoy seguro de que con tu pierna artificial y con tu enorme coraje, vas a llegar muy lejos. Estoy convencido de que con la ayuda de tus padres y de tu hermano vas a ser y vas a ser plenamente feliz.