Desde hace dos días, y a pesar de que la medida de rebajar la velocidad máxima a 110 kilómetros por hora ha funcionado, se vuelve a una velocidad máxima de 120 kilómetros. Ha funcionado significa: un ahorro de más de 450 millones de euros (dinero que, en vez de gastarse fuera de España en importaciones de crudo, se ha gastado o ahorrado dentro de España ayudando a tirar de la maltrecha economía patria), 90 víctimas mortales menos en el mismo periodo del año que la temporada anterior, menos contaminación.

Quizás por eso la erradican, porque ha funcionado, es decir, porque si ha funcionado algo habremos hecho mal. Ya no estamos acostumbrados a que las cosas y las medidas funcionen. Cuando funcionan, una especie de instinto de muerte nos hace pensar que las cosas y las medidas se están burlando de nosotros, y que, por lo tanto, lo más inteligente es desconfiar de ellas, derogarlas, expulsarlas de nuestra existencia. Sólo creemos y apoyamos las cosas y las medidas que funcionan mal, a las que entonces nos entregamos con toda nuestra fe ciega en el fracaso. Véase los bancos y las entidades financieras: está demostrado que no funcionan, o que si lo hacen es a costa de dejarnos en la calle a todos, y por eso mismo les inyectamos dinero y más dinero. Dinero que ellos se encargarán de poner a buen recaudo en las cuentas corrientes de sus directivos (para muestra un botón: Rato y otros dos directivos de Bankia, entidad que no podría sobrevivir sin las fortísimas ayudas estatales que recibe, tendrán un sueldo anual conjunto de más de 10 millones de euros) o en paraísos fiscales o movimientos de capital que arruinarán países enteros como la bellísima Grecia.

Aunque subir la velocidad máxima de nuestras carreteras también tiene un doble componente psicológico. Por un lado, minimizar el efecto de otras subidas negativas, como las de la luz, el gas natural y el butano, que no por casualidad suben el mismo día en que lo hace la velocidad en las carreteras. Como esto último la población en general lo ve como algo positivo, quizás el prestigio que eso le dé al verbo subir contagie de bondad indirecta el incremento de la factura en los recibos de la luz, el gas natural y el butano. Los seres humanos somos así: nos encanta que nos confundan, disfrutamos con fáciles baratos engaños semánticos como estos que hasta los pobres nos podemos permitir. Por otro lado, subir esa velocidad máxima nos dará la impresión de que hemos vuelto a nuestro ritmo natural de existencias embaladas como seres individuales y como sociedad, que entonces ya no tendremos que refrenarnos en nuestros instintos, capacidades, pensamientos, deseos, etc. O dicho de otro modo: subir el tope de velocidad nos hará creer que hemos vuelto a la aceleración, dejando atrás la peligrosa desaceleración contra la que nos previenen los economistas de más prestigio, que son los que, benditos ellos, más se equivocan (otro botón: uno de los máximos dirigentes de Goldman Sachs, esa agencia de calificación ciega ante la crisis y en parte culpable de ella, acaba de ser nombrado, como premio a su ineficacia, presidente del Banco Central Europeo).

Así que ya sabemos la fórmula del éxito: fracasar. Si fracasamos, si no funcionamos, si nos equivocamos, y siempre y cuando lo hagamos a lo grande, vendrán a ayudarnos desde todas las galaxias. Pero como se nos ocurra funcionar, como lo de los 110 kilómetros por hora, nos abolirán de un plumazo.