¿España es tonta? Y no lo digo a consecuencia de haber oído el discurso con que nos obsequió la portavoz de Coalición Canaria durante el reciente debate sobre el Estado de la Nación, delicadísima pieza de oropel sentimental que tiene la virtud de mostrar a las claras –azúcar somos– la cursilería dominante en la vida pública española. ¡Aunque bien podría! No, la pregunta la provocan unas recientes reflexiones del sociólogo Víctor Pérez Díaz, quien aducía que la respuesta emocional de los ciudadanos ante la crisis tiene mucho que ver con sus limitaciones cognitivas. O sea, que más que tratar de comprender lo que ha pasado, protestamos. Y de ahí, por ejemplo, la alegría con la que se apoyan las delirantes tesis económicas planteadas por el movimiento 15M, a las que también se refería hace unos días José Ignacio Wert en El País.

Añadía Pérez Díaz que esos mismos ciudadanos suelen preocuparse más de que sus hijos aprueben que de la calidad de la enseñanza que reciben, de manera que ese círculo vicioso no hace más que perpetuarse. Desde luego, aquí no va a pasar como en Hamburgo, donde un movimiento ciudadano de clase media logró parar una reforma educativa que amenazaba con rebajar el nivel de exigencia en los institutos de –como diría un periodista– la hermosa ciudad hanseática. Aunque vamos a dejar esto a un lado, que no quisiera discutir hoy ese incomprensible lugar común que circula por nuestra opinión pública, a saber: que nuestros jóvenes constituyen la generación más preparada de la historia española. Si fuera así, ¡qué horror retrospectivo! Pero no lo es.

En fin, yo no sé si España es tonta, pero sí que está demostrando una notable capacidad para el autoengaño. Es una humanísima inclinación, que nos lleva a justificar cualquier cosa sólo porque la hemos hecho nosotros. Sólo de esta forma cabe entender que insistamos en echarle la culpa de nuestros males a los mercados, o a nuestros representantes políticos, o –en entrañable giro filoperonista– al FMI. Algo parecido sucede en Grecia, un país que falsificó sus cuentas y no tiene dinero para pagar a sus deudores, pero que levanta barricadas contra quienes van a evitar, me temo que sólo por ahora, su bancarrota: qué cosas. Sucede que, en una sociedad compleja, las responsabilidades están repartidas en el tiempo y el espacio, como corresponde a un orden moderadamente descentralizado de decisión y acción. En ese marco, no tienen la misma influencia sobre los acontecimientos el presidente del gobierno que un ciudadano que acuerda con un promotor pagar parte de su vivienda en dinero negro; pero ambos tienen influencia. Esta dispersión de la responsabilidad es la que metemos debajo de la alfombra si le echamos la culpa al capitalismo, así, a lo grande.

Hace poco, el semanario alemán Der Spiegel relataba un encuentro en Dublín entre un joven comunista irlandés y un consultor holandés. Decía éste que no entendía por qué su país, después de haber hecho las cosas bien, tenía que rescatar a sociedades donde los jóvenes dejan sus estudios para irse a la construcción o las madres intentan que sus hijos sean estrellas del fútbol; y citaba a España. Esto, naturalmente, fue antes de que este señor pudiera enterarse de que vamos a premiar con 400 euros al mes a quienes dejaron al instituto, a ver si se animan a volver para seguir molestando a los que tienen ganas de estudiar. ¿Exagera el holandés? Puede. Pero no olvidemos que en España está bien visto que un joven en plena capacidad productiva se pavonee cuando es despedido y diga que va a vivir la vida mientras le dure el subsidio de desempleo, o que los certificados médicos falsos se cuentan a cientos cuando se abre el plazo para solicitar el cambio de grupo en la universidad: como si no quedara un joven sano en toda España. Y así sucesivamente.

Pero si España es tonta, o, en el mejor de los casos, sólo se engaña a sí misma, ¿quién va a decírselo? Si un líder político dice la verdad, se hunde en los sondeos. Y ése es el problema. Porque sólo si acertamos en el diagnóstico, acertaremos en las soluciones. Aunque a lo mejor se está más cómodo en la eterna adolescencia.