Hillary Clinton, dirigiéndose a un acto del orgullo celebrado esta semana en el Departamento de Estado, tenía un ánimo igual de festivo que su traje pantalón azul cerúleo.

La «histórica votación de Nueva York» que legaliza el matrimonio homosexual, decía la secretario de estado al personal homosexual del servicio exterior congregado, «presta mucha visibilidad y credibilidad a todo lo que tantos de vosotros habéis hecho a lo largo de muchos años».

Describiendo la conversión de un senador republicano de Nueva York que «se convenció de que simplemente había dejado de ser justo por su parte ver a un grupo de electores suyos diferente al resto», Clinton se mostraba exultante: «Siempre he pensado que progresaríamos situándonos en el bando correcto de la igualdad y la justicia».

Clinton se deja un detalle importante en el tintero, no obstante: su jefe, el presidente Obama, y ella son contrarios a legalizar el matrimonio homosexual. No se trata sino de la manifestación más reciente de alguna contradicción interna en el seno de la política de la administración Obama con respecto al matrimonio homosexual.

En la posición central de la postura de Obama se sitúa una inconsistencia lógica: él está convencido de que los estadounidenses homosexuales deberían ser totalmente iguales ante la ley, pero al oponerse al matrimonio homosexual está apoyando un sistema que niega a las parejas del mismo sexo cientos de derechos y beneficios federales que tienen por beneficiarias a parejas casadas. Las uniones civiles que prefiere Obama como alternativa no tienen ningún impacto en el código federal.

Son contados los que cuestionan el bulto escurrido por Obama (o por Clinton) con las uniones civiles en la campaña presidencial de 2008, porque el matrimonio homosexual era políticamente imposible en la mayor parte de regiones del país. Pero la votación de la Legislatura de Nueva York –que incluye al Senado bajo control Republicano– y los sondeos nacionales han puesto de relieve que la igualdad entre los matrimonios, si bien políticamente difícil todavía, está a nuestro alcance.

Para Obama, no es tanto la política como el liderazgo. Incluso si hubiera respaldado el matrimonio homosexual, no sería legal sin la modificación legislativa de la definición federal del matrimonio, que actualmente reconoce «la unión legal entre un hombre y una mujer». Pero si Obama está realmente convencido, como dice él, de que una clase de estadounidenses es objeto de discriminación inconstitucional, pensaría que adoptaría alguna postura básica al respecto. En su lugar, utilizando la fórmula que aplicaba uno de sus asesores a la política de la administración en Libia, el presidente vuelve a «liderar a la zaga».

La víspera de la votación de Nueva York, Obama fue interrumpido por una audiencia de neoyorquinos homosexuales cuando se volvía a negar a apoyar abiertamente el matrimonio homosexual. Enfureció aún más a la audiencia con su observación de que «el matrimonio ha sido decidido tradicionalmente por los estados», postura que deja sin respuesta a los 41 estados que prohíben el matrimonio homosexual.

Días antes, el responsable de Comunicaciones de la Casa Blanca Dan Pfeiffer era abucheado durante una rueda de prensa de blogueros al afirmar: «El presidente no ha sido partidario nunca del matrimonio homosexual. Está en contra. El país evoluciona en esta cuestión, y su postura evoluciona con ella». Más que evolucionar se relega: Pfeiffer decía que un cuestionario de 1996, que tiene la firma de Obama y que manifiesta su apoyo al matrimonio homosexual, fue «rellenado por otro».

En la rueda de prensa del lunes en la Casa Blanca, el secretario de prensa Jay Carney era interrogado a propósito de la contradicción entre el apoyo de Obama a la igualdad ante la ley de las parejas homosexuales y su disposición a dejar la definición del matrimonio en manos de los estados. «No nos es muy útil tener ese debate ahora mismo», dijo Carney.

Los familiarizados con las deliberaciones de la Casa Blanca en la materia me dicen que no esperan más pruebas de la «evolución» de Obama antes de las elecciones del año que viene. Y por eso la contradicción persistirá, igual que la niebla en Washington.

En el Departamento de Estado, esta semana, diplomáticos y burócratas homosexuales llevaban a cabo su celebración anual del mes del orgullo, que incluía una mesa redonda de esfuerzos para promover los derechos de los homosexuales en el extranjero. Don Steinberg, administrador en funciones de la Agencia de Desarrollo Internacional de los Estados Unidos, afirmaba tajante: «Nuestra misión ha de ser promover la igualdad social y jurídica de la comunidad LGBT».

Clinton en persona repetía la fórmula que pronunció ante la misma audiencia un año antes: «los derechos de los homosexuales son derechos humanos, y los derechos humanos son los derechos de los homosexuales».

¿No se aplicaría lo mismo a los estadounidenses homosexuales de este país que aspiran a recibir un trato equivalente si eso fuera así? Su marido parece pensarlo: Bill Clinton, que aprobó la Ley de Defensa del Matrimonio siendo presidente, ahora es partidario del matrimonio homosexual. Pero Hillary Clinton declaró al Advocate a principios de este año: «No he cambiado en nada mi postura».

Interviniendo en el acto del Orgullo para hablar acerca de «la naturaleza especialmente trascendental y extraordinaria» de la votación de Nueva York, Clinton se alejaba de su guión para describir la victoria legislativa vivida en su estado de adopción. «Hemos de seguir defendiendo los derechos y el bienestar de los gays, las lesbianas, los bisexuales y los transexuales», concluía.

Digno reto. ¿Por qué la administración no le da respuesta entonces?