El primer asesor económico de Felipe González, que quería nacionalizar la banca en el programa electoral del 77, terminó viviendo en una mansión con 17 cuartos de baño y casándose con la mujer que simbolizaba el triunfo absoluto de la jet set en la España que peleaba por salir de la oscuridad. Colocado en el escalón que hoy llamaríamos de los milloneuristas, aquel hombre de talante soberbio abandonó para siempre sus izquierdosas veleidades juveniles y ya nunca más tuvo la ocurrencia de molestar a los banqueros. Harto de las incómodas intromisiones de los paraparazzi, calificó a España de «país de porteras» y se pegó como una lapa al poder económico. Y ahí sigue el hombre, tan ricamente, sin tener que preocuparse de tener que dar más de dos pasos para encontrar en su casa un water lujoso donde mear.

Es solo un ejemplo de asesoramiento erróneo con resultados catastróficos. Como se recordará, Felipe perdió no sólo aquellos comicios sino también los siguientes (los del 79), de manera que hasta que no aceptó las eternas reglas del juego, hasta que no tuvo asesores de felicidad, hasta que se desenamoró del marxismo, no pudo ganar (eso sí, gloriosamente) en el otoño del 82. Aquello fue una especie de sueño colectivo que sus excelentes asesores decoraron pintando carteles con ciudades näif, paisajes bucólicos, jardines, arbolitos, paz, trabajo ganas de vivir. Era como dejar atrás para siempre una pesadilla histórica y saltar definitivamente de una etapa provisional de incomodidades a otra de grandes esperanzas. No cambiaba nada, en apariencia, sólo las formas, pero en realidad cambiaría todo.

Los presidentes de gobierno, y los otros, se equivocan cuando tienen a su lado a gente que aconseja una cosa y piensa y hace la contraria. Los expertos en economía, que no paran de equivocarse en sus augurios, sólo sugieren a sus presidentes desgracias presentes y futuras, cuando lo que necesitan de verdad son asesores de felicidad, gente que le nutra de argumentos sólidos para que los ciudadanos vivan un pelín más alegres, para que los mensajes no sean tan dolorosos, tan crudos, tan desesperanzadores. Para que renazcan las ganas de trabajar, de hacer bien las cosas, de vivir, de tener fe y no de salir corriendo.

Hace años ya que el pueblo no recibe ni una sola expresión de confianza, de fe en la mejoría de la situación; ni una sola palabra ilusionante, algo que te haga pensar que esta crisis maldita es pasajera y no nos va a machacar eternamente. Al contrario. Insisten, por activa y por pasiva, desde el Gobierno, desde la oposición, en el Apocalipsis que tenemos encima, en que van a seguir subiendo los precios, bajando los sueldos, cerrando empresas, echando gente a la calle, constriñendo la economía, paralizando las actividades comerciales… El panorama es terrorífico porque nos hacen ver que los gobiernos ya no mandan –no sé si mandaron alguna vez– y no pueden dar órdenes a los dueños del dinero, esos fantasmagóricos mercados, ni a los bancos, que siguen embargando cada vez a más familias que no pueden pagar la hipoteca y después de entregar la casa deben seguir apoquinando años y años.

Lo que vemos en el escenario europeo, del que una vez formamos parte para lo bueno y en el que ahora somos carne de cañón, es el estado de los ciudadanos griegos, desesperados por las calles, condenados de por vida, rotos por un modo de vida insostenible que seguramente no inventaron ellos. Y el estado de los ciudadanos portugueses, temblando porque les cortan los salarios y tampoco se sienten culpables del batacazo económico que les ha sobrevenido. Mientras tanto, nosotros, aquí, ¿qué podemos hacer? Poca cosa. Si acaso, rogar para que los mercados nos perdonen la vida y para que Europa no nos rescate. Virgencita, déjanos como estamos. Nos quedamos con las alegrías futbolísticas de «La Roja» (lo único que nos aliena y aleja de nuestra penosa realidad) y con el deseo de que los presidentes busquen asesores que les aconsejen al oído palabras bonitas para que a los ciudadanos nos suba un poquito la auto estima. Lo que pasa es que, visto lo visto, uno tiene sus temores y sus dudas. ¿Por qué? Pues porque casi siempre, y no sé si ahora se producirá la excepción, lo normal es que los dirigentes políticos, en tiempos de dificultades económicas, prefieren acudir prestos y solícitos en auxilio de los ricos. Pobrecillos.