S­­orprende a muchos analistas el fenómeno de los «indignados» del 15-M. Algunos concluyen su intento de descifrar la indignación con juicios descalificatorios: se trata, dicen, de un movimiento más o menos espontáneo que únicamente ha aportado unas cuantas recetas simplistas y demagógicas, entre ellas las que siguen la línea del izquierdismo colectivista más primario. Este movimiento ciudadano de protesta queda, pues, tildado de burdo populismo que, si no puede tomarse desdeñosamente a broma, es porque resulta susceptible de erosionar (nunca de enriquecer) la democracia española, tan laboriosamente construida y asentada durante más de tres décadas, luego de cuarenta años de dictadura.

Un juicio tan severo responde a menudo, sin embargo, al conformismo de los instalados, antaño quizá jóvenes luchadores antifranquistas, luego maduros progenitores de la Constitución de 1978 y más tarde insignes usufructuarios del tinglado institucional remisos a cualquier mutación. Tales próceres conformistas son nuestros «orleanistas» de hoy, si se me permite la comparación histórica con los paladines de la francesa «Monarquía de Julio» (1830-1848).

Ciertamente, buena parte de las propuestas de reforma del sistema político y de la organización económica formuladas en sus asambleas y webs por los indignados (democracia directa on line, nacionalización de los bancos, rechazo del Pacto del Euro, aumento de los impuestos, etc.) han de reputarse, según mi modesta opinión, de ingenuas y utópicas. Pero estos conciudadanos, cuya ideología se menosprecia por «naïf», tienen en todo caso derecho a ser respetados, o sea, escuchados y entendidos.

¿Acaso nuestro régimen de gobierno no merece cuestionarse como una democracia de baja calidad, secuestrada por las oligarquías partidarias y sus redes clientelares? ¿No hay políticos corruptos, jueces dependientes, empresarios piratas y financieros que defraudan impunemente a la Hacienda Pública? Pero sobre todo: ¿cabe tener por legítimo a un sistema de dominación política y social que genera más de cinco millones de parados y que condena irremisiblemente al desempleo o a la emigración a la mitad de nuestra juventud?

Porque, en definitiva, lo que los indignados evidencian con su distanciamiento de todas las instituciones –las públicas (los gobiernos y parlamentos central y autonómicos y hasta los propios ayuntamientos) y las privadas (bancos y empresas)– no es otra cosa que una crisis de legitimidad de las mismas.

No basta, en efecto, con que los gobernantes sean elegidos más o menos libremente (sí, más o menos) cuando a una parte considerable de la población laboral (¡el 21%!) se la extraña del proceso productivo, privándola de llevar una vida digna y poniéndola en gravísimo riesgo de exclusión social. Nuestros jóvenes y nuestros parados –muy frecuentemente ambos grupos se solapan– sienten miedo, un terror pánico, ante la posibilidad de ser arrojados definitivamente a las tinieblas exteriores de la marginalidad o, en el mejor de los supuestos, confinados en el limbo de la perenne dependencia paterna.

Ante el crecimiento exponencial de la pobreza, uno de los orleanistas, el ministro Ramón Jáuregui, daba hace poco las gracias, en nombre del Gobierno, al cardenal Rouco por la benemérita labor asistencial de Cáritas. ¡Desde luego, ya puede! Ahora bien, ¿no es la pobreza, con sus tremendas secuelas en el plano de la realización personal, la más palmaria manifestación de la ineficacia del Estado y de la sociedad civil y la fuente de la consiguiente pérdida de legitimidad de todas las instituciones? ¿Le es lícito a un ministro, y además sedicentemente socialista, resignarse sin sonrojo a la acción tuitiva de una beneficencia que acredita un fracaso monumental de la economía y de la política de una nación moderna?

El Estado –y yo como constitucionalista lo tengo bien presente– se legitima en mayor o menor medida no sólo por la seguridad física y jurídica que proporciona y por la democracia de los procesos de creación y aplicación del Derecho, sino igualmente por su capacidad para controlar el desorden de la economía y dinamizar las potencialidades sociales de creación de riqueza. Lo que pasa es que, como tipo de forma política, el Leviatán estatal se ve cada vez más impotente ante un monstruo llamado «globalización», uno de cuyos brazos es la especulación financiera mundial.

Los indignados del 15-M, tan ninguneados, ven con absoluta claridad algo que los patricios orleanistas se niegan a ver. Lo formuló de la siguiente manera un ilustre pre-indignado, el gran historiador británico Tony Judt, recientemente desaparecido: «Nada es más ideológico que la proposición de que todos los asuntos y políticas, públicos y privados, deben inclinarse ante la globalización económica, sus leyes inevitables y sus insaciables demandas». ¿Y no se humillan ante éstas los Estados y la Unión Europea, como atestiguan la tragicomedia griega y las desventuras de los países europeos periféricos, entre los cuales se encuentra España? Triste papel el de Europa, entidad supranacional a la que no cabe regatear el apelativo de fantasma: «ser no real, define el Diccionario, que alguien cree ver, soñando o despierto».

En fin, los indignados saben lo que los economistas mercenarios del orleanismo fingen ignorar: que necesitamos más y no menos acción reguladora de los poderes públicos sobre la economía. El liberalismo económico es un mito criminal por su desentendimiento de los problemas del hombre y su culto al darwinismo social.