La vieja piel de toro siempre fue un solar propicio para el pícaro, ese ser «falto de honra y vergüenza», según la primera acepción que le da el diccionario de la RAE. Han sido tantos y tan variados a lo largo de nuestra no corta historia que incluso dieron lugar a un extraordinario género literario, la novela picaresca, con obras tan fascinantes como El Lazarillo de Tormes o el Buscón.

Ahora, que se escribe más aunque no sé si se escribe mejor, los pícaros no protagonizan el nacimiento de un género, pero siguen estando ahí, donde han estado siempre, incrustados en la sociedad y sin que nadie atisbe la forma de hacerlos desaparecer. Los interesados estereotipos siempre han señalado a España como un país de tunantes improvisadores y chapuceros, pero esa figura que se generaba en el norte europeo se ha instalado definitivamente entre nosotros mismos, se ha convertido en la imagen que nos devuelve el espejo.

La última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), señala que el 85,6 por ciento de los españoles está convencido de que la corrupción está «muy o bastante extendida» en nuestro país. La palma, naturalmente, se la llevan los políticos, que se han convertido, sin duda por méritos propios, en la tercera preocupación del país, sólo superados por la situación económica y el paro (preocupan más que el terrorismo, lo que no deja de ser preocupante), pero no son sólo ellos. El problema de la corrupción se ve muy generalizado en los ayuntamientos, las comunidades autónomas y la administración central, pero alcanza también a los empresarios, los empleados públicos y los jueces.

En España siempre hemos tenido simpatía por los pícaros, seguramente influidos por la imagen de aquellos pillos individualistas de los siglos XVI y XVII que sobrevivían en un ambiente hostil, en situaciones extrañas y límites, y sirviéndose esencialmente de su imaginación y su ingenio, gente de baja clase social, marginales, desposeídos de la honra, sin esperanza, estoicos, imaginativos, deslenguados y hábiles, auténticos antihéroes que luchaban por salir adelante en una sociedad injusta.

Pero nada queda de aquello. Ahora los granujas, al menos así parecen verlo los españoles, son los instalados, aquellos que toman las decisiones, que controlan los presupuestos, que ordenan y mandan, aunque, en un gesto de honradez, no dejan de reconocer, implícitamente, que todos, cada uno en nuestro nivel de oportunidad, tendemos a esa práctica tan arraigada entre nosotros, y no dudaríamos en actuar en consecuencia a la mínima ocasión. Qué razón tenía Juan José Millás cuando dijo que, bien investigados, todos nos merecemos diez años de cárcel.