Si no podemos confiar en las agencias de calificación, que se equivocan a propósito para beneficiarse de las zozobras económicas que ellas mismas provocan, es decir, para convertirnos en la carroña que las alimentará. Si no podemos confiar en los gobiernos a los que esas mismas agencias de calificación hunden porque estos gobiernos no saben imaginar leyes que las regulen de manera proporcional y creíble. Si no podemos confiar en los bancos, ni en los nacionales ni en los supranacionales, porque a sus directivos, de una u otra manera, les beneficia el río revuelto de las finanzas, que al cabo de todo hace más pobres a los pobres y más ricos a los ricos (y esos directivos, que lo saben, prefieren ponerse del lado de los segundos, claro). Si no podemos confiar en el dinero (que no siempre vale igual ni significa lo mismo), ni en las hipotecas (que suben y bajan por el tobogán de los especuladores a una velocidad que descalabra a muchos), ni en los ahorros (que se esfuman, se volatilizan, son robados con guante blanco), ni en los planes de pensiones (que penden de un hilo más fino que el cabello de un calvo), ni en las acciones (que están sometidas a fluctuaciones artificiales y más oscuras que el corazón de un asesino múltiple), ni en las cuentas pequeñas y grandes de las empresas públicas y privadas (que son arregladas por el maquillador de Drácula).

Si no podemos confiar en muchos políticos, que caen en la corrupción sin vergüenza ni remordimientos porque saben que eso, como hemos visto hace pocas semanas, no les restará votos (y sí que les dará propiedades, influencia y ese ego-alcapone que eriza tanto la piel como la caricia de una top-model). Si no podemos confiar en muchos votantes, que jalean a los corruptos y les llevan en andas a sus despachos sin atender, y sin entender, que jugar limpio, en cualquier nivel de lo social, es lo que de verdad cimenta y hace maduras las democracias.

Si no podemos confiar en muchos deportistas, que se dopan a mano alzada, ni en muchos periodistas, que se pasan la deontología profesional por el tobillo (véase el caso News of the world del señor Murdoch), ni en los vigilantes de las catedrales, que a la que te descuidas, como en la de Santiago de Compostela, te descuidan un incunable del siglo XII, ni en la SGAE, que presuntamente ha estado birlándole cientos de miles de euros a sus asociados, ni en Messi, un crack con el Barcelona que se convierte en un bluf con la selección argentina, ni en el atún, que uno ha comido durante decenios con tan buena conciencia sin saber que desde hace decenios ya se sabía que era veneno puro, ni en la Nasa, que usará a partir de ahora naves del enemigo ruso para sus viajes espaciales, ni en IU, que se salta a la bartola su ideario izquierdista para venderse a un partido de derechas (al menos en Extremadura). Uno abre los periódicos y ve engaños por todas partes. De hecho, mientras más engaños, más reclamaciones de confianza y de inocencia, más escurrir el bulto, más justificaciones. Nadie se libra, nada se libra. Porque nos hemos instalado en una especie de engaño universal endémico que nos asedia y que nos obliga a rendirnos sin condiciones. Por eso a uno no le extraña movimientos como el 15-M: porque necesitamos salir de este estercolero de mentiras, desmemorias, tergiversaciones, maldades, chulerías, inmoralidades; y porque necesitamos confiar en algo, en alguien. Ya sé que es pedir lo mínimo, pero es que hemos llegado a unos extremos en los que pedir lo mínimo es lo máximo que, dadas las circunstancias, nos podemos permitir.