Vivir en estas latitudes tiene su lado bueno, o sea, no tener que ponerse apenas el abrigo durante los inviernos tibios y saludables, pero también comporta el sacrificio innegable, aunque ocasional, de las temperaturas achicharrantes que nos torturan durante una parte del verano. Llega julio y las cosas se vuelven lentas y pegajosas. Er mardito terrá. Todo se recalienta, todo se dilata, todo se masifica: las calles, las playas, los espectáculos. Menos mal que la ley natural de las compensaciones no tiene vacaciones y, llegando estas fechas, la política se evapora y se disipa con las calores y se aleja todavía más de nosotros. El turismo alivia las cifras del paro y anima la vida callejera con el colorido de los guiris. Ligeritos de ropas, buscamos la buena sombra y dejamos la mala baba.

Pero el verano trae consigo, y no hay forma de evitarlo, un ritual con siglos de historia del que sólo pueden escapar los potentados y quienes han conseguido un envidiable status de posibles, esos seres privilegiados que perdemos de vista durante el estío y que reaparecen, felices de la vida, cuando el territorio vuelve a emitirles señales de habitabilidad normalizada.

Se cumplen inexorablemente las maldiciones, perdón, quiero decir tradiciones, y es cuando en las noches de luna resplandeciente surgen ruidosas las ferias asfixiantes y polvorientas, que tienen como misión extenuar al personal proporcionándole la sensación de haberse divertido hasta el agotamiento: en la cansina feria nocturna y en la escandalosa feria de día. Al contrario que los ricos, que huyen despavoridos de las multitudinarias costumbres proletarias, los menos adinerados, que son inmensa mayoría, han llegado al extremo de pedir préstamos bancarios para vivir a tope la juerga anual ininterrumpida durante siete noches… con sus correspondientes días.

En verano hay también cursos universitarios –en los que se dicen cosas que debieron revelarse en el curso del invierno–, y hay canciones de verano, todas iguales, y campamentos infantiles liberadores de madres agobiadas, y bibliotecas y museos abiertos de par en par para que nadie los visite. Y pantagruélicas comilonas de pescaitos y mariscos a la vera de las natas flotantes. En verano hay permisividad para el engorde, la despreocupación, la relajación en el vestir, la ausencia de reglas de urbanidad, pero, sobre todos los males, en verano no solo no se prohibe sino que incluso se fomenta el martirio chino de los ruidos callejeros. Desde las instancias oficiales se fomentan los decibelios, se promocionan las actividades más molestas, los altavoces más potentes. Las motos abren sus escapes y los moteros merdellones revientan nuestros tímpanos, mientras los policías municipales, si es que hay alguno a mano, miran sin disimulo para otro lado…

A cierta gente le da en verano por ponerse a escribir. ¡Hay que ver! Si echan un vistazo a «Twitter», verán que es mentira, en la mayoría de los casos, que se escriba sintetizadamente con sólo 140 caracteres. Mentira cochina. Son 140 caracteres, sí, pero multiplicados por mil «twist» diarios. Y además, son los mismos siempre los que llenan el panel. Por eso pienso que, salvando a quienes nacieron para narrar (que tanta envidia sana, y de la otra, nos dan) los restantes seres humanos deberíamos leer mucho más y escribir mucho menos. Pero mucho menos.

Fernán Gómez escribió que las bicicletas son para el verano. Con permiso de tan ilustre, colérico y añorado personaje, yo me atrevo a añadir que también los relatos son para el verano, acordándome como estoy de Arturito Torremocha, bendición literaria que cada agosto nos visita en estas mismas páginas (no siempre todo lo puntual que quisiéramos) para refrescarnos y amenizarnos los neblinosos y tórridos días agosteños.

Cada verano siento el deseo, ya casi una agradable obligación, de cubrir el espacio de al menos un artículo de esta sección sin decir absolutamente nada que merezca la pena. En mí no resulta difícil. Es una forma como otra cualquiera de identificarme, de solidarizarme, con los valores del verano, que, como todo el mundo sabe, son la lasitud, la apatía, la pereza, el abandono, la desgana, el desinterés, la indolencia. Y la vagancia.

Pues les digo que algunas veces lo consigo. Con la ayuda, claro, de este mardito terrá…

*Rafael de Loma es periodista y escritor

www.rafaeldeloma.com