La primera vez que vi a un hombre comer tierra estaba en sexto de carrera. No fue por hambruna extrema del popular «comerrocas», sino como método propio de un experto profesor para conocer, por pura degustación, la naturaleza resistente de los suelos que pisaba, y sobre los que habría que construir. El finísimo sentido del gusto de nuestro profesor de Mecánica del Suelo, le permitía detectar, sin margen de error para asombro de todos, si los terrenos eran margas azules, limos, arcillas expansivas, o firmes calizos. Junto a esta experiencia científica inolvidable, cuya exactitud fue siempre corroborada a posteriori por el costoso instrumental del laboratorio de la escuela, también nos enseñaron a superponer tamices que filtraban la tierra y a valorar la importancia del grano fino y el polvo, gracias a los cuales se obtenían firmes de mayor compacidad y resistencia. No sería ésta la última lección de compacidad recibida.

Las ciudades históricas nos muestran a través de modelos urbanos compactos, las ventajas de la densidad controlada. La histórica necesidad de refugio dentro de las poblaciones amuralladas obligó a optimizar el suelo consumido, con un reparto cada vez más denso entre la población creciente, de la prácticamente constante y siempre cercana superficie disponible intramuros. Hace un siglo, los adelantos tecnológicos de apoyo desencadenaron, en palabras de Rem Koolhas, «un big bang arquitectónico» al hacer aleatoria la circulación y «cortocircuitar» el espacio. Este dominio del territorio cuyas distancias empezaron a medirse en tiempos, propició un crecimiento disperso de la ciudad, hizo desear la propiedad y dependencia del automóvil, y provocó un consumo voraz y costoso de recursos no renovables y la consiguiente contaminación.

Estamos obligados a recuperar la lección de la compacidad. Los tradicionales Planes Generales cuya principal misión, aparte de suturar el desorden de crecimientos dispersos o localizar equipamientos generales, es generar más suelo edificable y mantener, al precio de una mayor dispersión, el modelo insostenible de progreso económico conocido, empiezan a entenderse por todos como herramientas deficientes del desarrollo urbano. Junto a este urbanismo totalitario aún vigente en España, empieza a emerger un «urbanismo reflexivo pormenorizado» que como dice Edgar Morin ya no piensa en la ciudad, sino en sus habitantes.