Hay veranos tan tristes y pastosos, con independencia de la temperatura, que no sugieren mayor actividad que la que se necesita para recordar la teoría geodésica y pensar que si la tierra es definitivamente redonda quizá algún día se nos presente la oportunidad de patearla de un modo duro e inequívoco, sin fruslerías a lo Rondaldinho o aspavientos de tacón.

Permanecer en el paro, al sol y con el periódico abierto por las páginas en las que se analiza el riesgo de la prima de riesgo, si se admite la infeliz redundancia, significa, al mismo tiempo, llamar a las puertas de la calamidad. Lo de la deuda soberana, a su modo, no deja de representar una especie de apocalipsis doméstico, aunque con rudimentos mucho más espúreos que los de toda la vida. Ni a Dante ni al catolicismo se le habría ocurrido nunca preparar una olimpiada del horror con vericuetos tan abominables como el que regula el funcionamiento de los bonos del Estado, cuya sola mención, créanme, rivaliza en fealdad estructural con las sedes sindicales del franquismo y los últimos reductos de la canción de autor.

Si los niños temblaban con el inventario de torturas del averno, el tránsito financiero les dejará al borde caviloso de la inmolación. Con esto de la caída de los mercados ocurre lo mismo que con el bautismo mediático de Fernando Alonso, gente que sólo hablaba de fútbol se hace especialista en pistones, y, ahora también, del Euríbor o de tipos de interés, lo que debería despertar la reacción iracunda de los especialistas, si no fuera porque éstos, sumidos en su burbuja y su modorra, son los que más tienen que callar.

El capitalismo ha demostrado en los últimos años que maniobra justamente a la inversa de los mantras y de la mística medieval. La repetición sistemática de conceptos es, en su caso, una señal funesta, casi letal. No es que la crisis venga con una contrapartida pedagógica, sino que a nadie le importa lo más mínimo la calificación crediticia hasta que se relaciona con la entropía y las ganas de comer. Muchos son los que en estos días ven en la prima de riesgo las vergüenzas mondongas de la nación, pero también los que señalan con un resorte no necesariamente amanerado hacia un sistema mucho más ilógico de lo que se presume en sus estructuras fundacionales; alejado, por su propia naturaleza, de la idea de estabilidad con la que engatusa a diario a los que no gustan de grandes cambios y casi ni de anodinas reformas de salón.

El mercado es la selva, pero también una cuestión de fe. La estabilidad financiera de un país depende tanto de los acontecimientos como de la ingente cantidad de indicios, conjeturas, habladurías o chismes que cada día se propalan a la velocidad de la luz. Un lenguaje de profecías, casi chamánico a la postre; una pseudociencia tendenciosa que conserva en una mano la estadística y en la otra una pata de cordero decorada con las iniciales de alguna marca interesada en una u otra dirección. Lo raro no es que se desconfíe, sino que se confiara alguna vez.