Gallardón no ceja. Es un hombre de grandes ambiciones y está decidido a pasar a la historia como el alcalde de Madrid que rescató el Manzanares y logró hacer a la ciudad villa olímpica. No le para ni la catastrófica situación económica de su ayuntamiento. Incluso, Esperanza Aguirre, ante la magnitud de sus planes, mostró su asombro con la frase de «no tenemos un puto duro».

Es verdad que la capital tiene ya hechas gran parte de las infraestructuras necesarias para celebrar unos juegos, pero sólo la campaña promocional anterior, la que se perdió ante Río de Janeiro, costó a los bolsillos de los madrileños dieciséis millones de euros.

En unos momentos de especial fragilidad de la moneda única, cuando Europa parece que se tambalea en su indecisión, el alcalde de Madrid mira al horizonte y vende que a la tercera va la vencida.

La inmensa suerte que tiene en este nuevo empeño es que el jefe de la oposición, el socialista Jaime Lissavetzky, era hasta antes de ayer secretario de Estado de Deporte. Así que ha encontrado el compañero perfecto para acompañarle en esta nueva aventura a ocho años vista.

Al alcalde le aburre la gestión diaria de su cargo, la cosa menuda, sus apuestas siempre son grandilocuentes y costosas, poco propias de tiempos de crisis. Pero en el tema olímpico sabe que, pese a las críticas de Izquierda Unida y UPyD, tiene un «colega» en la oposición. Juntos presentaron ayer el proyecto que no goza de las simpatías de su propio partido en Madrid y que rompe la consigna de moderar los gastos dictada por Rajoy a todos los nuevos alcaldes.

En el año 2020, si es verdad que no hay dos sin tres, Gallardón ya no se sentara en el antiguo palacio de Correos de la calle Alcalá (otra de sus apuestas suntuarias) pero es muy posible, casi seguro, que le haya dado tiempo a ser ministro de uno de los gabinetes de Rajoy y quién sabe si a más altas responsabilidades.

Dada su tendencia a ignorar las dificultades de tesorería de su administración, cuando un proyecto se le pone por montera, sería deseable que su futuro político no pase por la encomienda de un ministerio de gasto como Fomento, porque podría dejar una terrible hipoteca.

Es verdad que un político tiene que tener amplitud de miras y no optar por una gestión cortoplacista pero, con una crisis económica mundial sin precedentes, y empufado hasta los dientes, no se puede perder de vista el suelo para no tener que subir los impuestos y que los vecinos paguen tus sueños de grandeza.