Cuando un amigo me dice que está en paro siempre reacciono de la misma forma: pongo cara de circunstancia, dibujo una leve sonrisa con la comisura de los labios y le digo que no se preocupe, que cuando una puerta se cierra otras cien se abren al mismo tiempo, y le recuerdo aquello de que una crisis personal es una oportunidad para cambiar a mejor. Es el signo de los tiempos, el hombre siempre tiene que volver a empezar, y sólo la muerte logra que uno deje de hacer planes, aun en un contexto como el habitual que invita a la depresión y a las charlas inacabables de barras de bar.

De la misma forma reacciono cuando alguien ha perdido a un ser querido: siempre vengo a decir que el dolor no se le irá nunca, pero que el afectado debe seguir; cuando me dicen que alguno de los que me rodea sufre de una enfermedad grave, también entono aquello de que el optimismo es la mejor medicina, e incido en que hoy los adelantos médicos dan soluciones cualitativas y cuantitativas muy superiores a las de hace años. Hay esperanza, insisto.

Luego, cuando pienso en lo que he dicho, no dejo de pensar en lo estúpido que resulta para el otro que alguien que tiene trabajo, salud y que no ha perdido a ningún ser querido desde hace años –a Dios gracias– trate de consolarlo con frases vacías llevadas por la buena intención, pero, al fin y al cabo, construidas de cartón piedra. Hace unos días leí en un diario nacional un magnífico reportaje sobre el optimismo patológico, esa característica que se ha convertido en santo y seña de una corriente de pensamiento que ve los problemas como oportunidades, de tal forma que un enfermo de cáncer casi debe ir con una sonrisa a la quimioterapia o un parado que lleva meses sin cobrar el desempleo ha de esforzarse, con brío y sin quejarse, por no agarrar de las solapas al funcionario de la oficina de empleo que lo trata con desagrado y casi con displicencia.

Esa filosofía barata sacada de los libros de autoayuda amenaza con inundarnos aún más, y al final lo que hacemos es importar las modas más estúpidas de los americanos, negando el derecho al pataleo, a la queja y a la desesperanza a quienes tienen toda la autoridad moral para ello porque su horizonte vital se ha convertido en un infierno. Luego se va y uno lucha por encontrar curro, por superar el dolor de una pérdida o por ganar la batalla al cáncer, pero no podemos negarle a nadie que encaje con miedo y cólera noticias poco agradables.

Es como cuando el ministro de Trabajo tacha de positivo una nimia bajada del paro (con un sueldazo y pensión asegurada), o como cuando Chacón habló de que en España iban a pasar cosas maravillosas en clara referencia a una candidatura socialista que jamás encabezó, sin tener en cuenta que la maravilla, para muchas familias, es llegar a fin de mes o comer tres veces al día. Por eso es lamentable leer que los partidos van a emplear tal o cual estrategia de cara a las elecciones, cuando el objetivo principal de la política debería ser el de asegurar la supervivencia de los gobernados. Si hubiéramos sido un poco más pesimistas tal vez no nos habría ido tan mal.