Hace poco más de un año, el Departamento de Educación de la provincia canadiense de New Brunswick lanzó un ambicioso proyecto llamado a transformar el modelo de enseñanza pública. Las preguntas que se planteaban sus autores eran sencillas: ¿Requiere el siglo XXI una nueva cultura de la enseñanza? ¿Pueden permanecer los colegios ajenos a los cambios provocados por las tecnologías de la comunicación? ¿Somos conscientes de que nuestros alumnos son capaces de gestionar, incluso desde edades muy tempranas, redes sociales de cientos de personas, al tiempo que entran en contacto con jóvenes de todo el mundo?

En realidad, todas estas cuestiones inciden en un problema apuntado repetidamente por el sociólogo polaco Zygmunt Bauman: la sociedad, y las culturas que la integran, devienen, cada vez más, espacios líquidos y maleables difíciles de definir, y sobre todo de interpretar, desde la terminología heredada del siglo XIX y de la primera mitad del XX. Si aplicamos este concepto de sociedad líquida al mundo educativo, descubrimos que la enseñanza se dirige –o debería hacerlo– de la estructura estable de los colegios a la infraestructura fluida de la era digital. Dicho de otro modo: las habilidades necesarias para las exigencias del siglo XXI responden menos al modelo de clase magistral que al trabajo en red; menos a los ejercicios repetitivos que a la indagación, el juego, la imaginación y el cuestionamiento. Y de hecho, las neurociencias subrayan el papel crucial del juego y del estímulo de la imaginación en el desarrollo de la primera infancia.

La pregunta que cabe hacerse es si España está preparada para afrontar este cambio, si nuestro modelo educativo –tal y como está configurado– puede pilotar la transformación que nos adapte a la realidad líquida y fluida del alumnado. Me temo que no, sobre todo por la estructura enormemente burocratizada y esclerotizada del profesorado, y asimismo por la escasa conciencia en la sociedad española de lo que suponen los retos del mundo globalizado. Diríamos que las reglas de juego – y sus exigencias – han evolucionado y no querer aceptarlas sólo nos puede conducir al empobrecimiento y a la disgregación social.

Se debería tomar ejemplo de aquellos que lo están haciendo bien: Finlandia, algunos países asiáticos, Canadá, las universidades americanas… Sin ir más lejos, un estudio reciente de la OCDE informaba de que Corea del Sur ya es el líder mundial en la utilización de ordenadores conectados a internet en el aula. ¿Cultura visual en lugar de escrita? De ningún modo ya que, en el último examen mundial PISA de comprensión lectora, Corea del Sur ocupaba el segundo lugar, justo detrás de Shanghai. En la misma prueba, España se situaba en el furgón de cola: en el lugar 33. Se dirá – y con razón – que se trata de un retraso secular, pero también es lógico pensar que sin reformas nunca seremos competitivos y que, como en tantos otros campos, estamos perdiendo el tren del futuro.

No es sólo una cuestión de más tecnología, sino de emplear mejor sus posibilidades. Tampoco es cuestión de contratar más profesorado –que, en todo caso, resulta inviable en el actual contexto presupuestario– sino de una evaluación más precisa de la calidad docente y de una mayor flexibilidad de los proyectos educativos. Se trataría, en definitiva, de recuperar la noción de centralidad para la enseñanza antes de que sea demasiado tarde.