Este año le dieron el Oscar a la mejor película extranjera a una obra danesa titulada «En un mundo mejor». La película cuenta, en paralelo, dos historias de violencia. Una se desarrolla en Dinamarca, la otra en África. Es una buena película, de esas que uno se alegra de haber visto. Creo sinceramente que es una película equilibrada, pero al terminar de verla, salí con la sensación de que no lo era, de que había un desequilibrio a favor de Dinamarca frente a África; tenía la percepción de que había más sensibilidad, más intensidad, en la descripción del sufrimiento de los protagonistas daneses que en la descripción del dolor de los protagonistas africanos. No tardé mucho tiempo en comprender que el problema no estaba en la película, sino en mí. Era yo el que, sin darme cuenta, sentía más angustia por lo que les podía pasar a los dos niños daneses que por lo que les estaba pasando a las niñas africanas. Pensé: a veces los defectos de las películas están en quienes las vemos.

Lo que me pasaba a mí con la película, les pasaba también a los amigos con los que fui a verla, no es un fenómeno extraño, sino una manifestación de algo que los sociólogos llamamos etnocentrismo. No sirve de mucho consuelo, pero también los africanos son etnocentristas, y los asiáticos, y todas las culturas en general. Por eso no es extraño que durante el pasado fin de semana la tragedia de la isla noruega de Utoya haya desviado nuestra atención de otra tragedia, la que está ocurriendo en el Cuerno de África y en la que, según la ONU, un temible asesino en serie, el hambre, tiene acorralados a 750.000 niños. Si fuera de otro modo, entonces podríamos pensar que estamos más avanzados que los africanos o los asiáticos; pero no, no estamos más avanzados, somos humanos. Es verdad que con mejores casas, mejor alimentados y hasta más libres que los africanos, pero igual de humanos.

En realidad, tampoco es que la tragedia africana estuviera en el primer plano de nuestras conciencias, por esos días estábamos concentrados en las tribulaciones de Rupert Murdoch, en la crisis de la deuda soberana y, en España, de la dimisión de Camps. La cuestión es que, al final, el guión de la película se ha quedado corto, muy corto. La realidad en un pequeño lugar de Noruega y en una inmensa parte de África ha superado la imaginación de los fantásticos guionistas de «En un mundo mejor».

Me preocupa que algunos teman que aprovechemos que el hombre que asesinó a los jóvenes socialistas noruegos era ultracristiano y ultraderechista. Leo en un periódico de la capital, que da cobijo en sus páginas a muchas opiniones de extrema derecha, que ya hay quien advierte en defensa preventiva que el asesino también era masón. Todo eso me parece absurdo, del cristianismo han nacido la Inquisición y también ese amor capaz de curar y dar afecto a seres humanos con enfermedades tan repugnantes que otros jamás se acercarían a ellos.

Cosas parecidas se pueden decir de otras religiones y creencias políticas. Es el extremismo, el fanatismo, la intolerancia, lo que puede degradar el mejor ideal hasta transformarlo en una pesadilla. Esa pesadilla en la que se ha convertido ya su vida, y para siempre, para los padres de los jóvenes asesinados en una pequeña isla noruega a la que sus hijos habían acudido a aprender un bello ideal de convivencia, de solidaridad y de libertad.

Me angustia pensar que si el fanatismo es capaz de truncar 85 jóvenes vidas en Noruega, haya algo sobre la faz de la tierra capaz de segar 750.000 jóvenes vidas en África: la indiferencia.