En la Historia de la Humanidad siempre ha habido individuos de naturaleza violenta dispuestos a aprovechar cualquier coartada, ideológica o religiosa, para dar satisfacción a sus pulsiones destructivas. En este sentido, es importante subrayar que nunca matan las ideas o las creencias, sino los criminales que se declaran portadores de las mismas, por lo que el hecho de que Anders Behring Breivik, presunto autor material del doble atentado vivido en Noruega el pasado 22 de julio, afirme ser «cristiano» y de «ideas políticas conservadoras» no dice nada de ambas cosmovisiones. Sin embargo, los hechos ocurridos recientemente en Oslo constituyen el segundo episodio en 2011 de lo que debería denominarse ya «nuevo terrorismo de extrema derecha». Tal fenómeno habría tenido su primera aparición el 8 de enero de este mismo año en Tucson (Arizona), donde seis personas fueron asesinadas, y más de una decena resultaron heridas, a resultas de las balas disparadas indiscriminadamente por Jared Lee Loughner contra la multitud congregada para asistir a un acto de la congresista demócrata Gabrielle Giffords –también herida de gravedad–.

El terrorismo de extrema derecha tiene una tradición casi tan larga como el de extrema izquierda, no obstante, sus manifestaciones se habían ajustado hasta ahora al esquema clásico de la violencia terrorista. Esto quiere decir que el «viejo terrorismo de extrema derecha», como su equivalente ultraizquierdista, operaba generalmente a través organizaciones jerárquicas y estables, de ámbito nacional o regional, que tenían como finalidad condicionar los procesos políticos de sus respectivos países (aunque todas compartieran entre sí objetivos genéricos de alcance universal, como la superioridad de la raza aria o la derrota del comunismo). Ahora, como ocurre con el terrorismo en red de Al Qaeda, nos encontramos con células totalmente autónomas –y de momento, unipersonales– que desatan su ira sobre las sociedades democráticas sin otro afán fundamental que infundir terror. Y también, como ocurre con los yihadistas, estos «lobos solitarios» alimentan su odio con un discurso amplificado y difundido, a nivel planetario, en virtud del maridaje entre los medios de comunicación tradicionales y las nuevas tecnologías.

Este discurso, que nutre y da cobertura ideológica al «nuevo terrorismo de extrema derecha», se sustentaría en tres pilares.

El primero de ellos es el «pensamiento paranoico», que si bien conoce tantas variantes como personas lo practican, se basa en una premisa principal: todo Gobierno democrático es sistemáticamente mentiroso, sospechoso de los peores crímenes y una amenaza para la libertad. El «pensamiento paranoico» ha alcanzado sin duda su máxima expresión en los EEUU, donde sectores importantes de la población realmente creen que su presidente Barack Obama es «socialista» y «musulmán» –dos calificativos que en la actualidad condensan la antítesis del ideal estadounidense–, pero tal visión de las cosas también goza de popularidad en otros países como Noruega. Así, se ha sabido por ejemplo que Breivik se refería a la ex primer ministro laborista Gro Harlem Brundtland como «landsmorder» (asesina de la patria), en siniestro contraste con los noruegos que la consideran una «landsmoder» (madre de la patria).

Aunque ningún gobierno está libre de sospecha, el «pensamiento paranoico» siente últimamente predilección por los de signo progresista. Y es que, el discurso legitimador del «nuevo terrorismo de extrema derecha» tiene como segundo pilar el «anti-socialismo». Así, incluso ahora, cuando la hegemonía ideológica de las posiciones conservadoras y liberales es mundialmente indiscutible, una entente cohesionada de dirigentes políticos y comentaristas de actualidad de todo el hemisferio occidental nos advierte continuamente de la amenaza comunista que representan el Partido Demócrata estadounidense y la socialdemocracia europea.

También en este punto el paroxismo se ha logrado en los EEUU, coincidiendo con la eclosión del «Tea Party», pero en otros países está bastante desarrollada igualmente la obsesión por desenmascarar la vesania bolchevique agazapada tras formas democráticamente aceptables. No en balde, el Partido del Progreso noruego (segunda fuerza política del país, de orientación nacionalista y xenófoba), en cuyas juventudes militó Breivik, ha denunciado los vínculos del laborismo liderado por Jens Stoltenberg con el «marxismo internacional».

El tercer y último pilar del discurso legitimador del «nuevo terrorismo de extrema derecha» es la «islamofobia». Desde los atentados del 11-S, la defensa de la tesis del «choque de civilizaciones», o la denostación del multiculturalismo, constituyen un tema recurrente para quienes se declaran enemigos de la corrección política. Hasta el momento, sin embargo, el odio a los musulmanes sólo ha generado violencia contra sus presuntos cómplices en esa operación general de deconstrucción de la civilización judeocristiana: los partidarios de gobiernos de orientación progresista. Bervik tampoco albergaba dudas respecto al razonamiento que engarza el «pensamiento paranoico» con el «anti-socialismo» y la «islamofobia», como bien pone de relieve –entre otras cosas– su ferviente admiración por el político holandés Geert de Wilders, célebre por sus campañas de demonización del Islam.

Indudablemente, la inmensa mayoría de quienes vociferan y propagan las máximas que componen el discurso legitimador del «nuevo terrorismo de extrema derecha» rechazan y condenan la violencia, lo cual les diferencia claramente de aquellos que bendicen y alientan el terror yihadista. Sin embargo, los primeros también se distinguen de los segundos en el hecho de que no viven escondidos en cuevas de Kandahar, ni son proscritos de la ley. Por el contrario, se trata de políticos poderosos, empresarios influyentes, periodistas de renombre y académicos de prestigio, que se han forjado una carrera profesional sobre la base de insidias y manipulaciones que alimentan el odio y socavan la legitimidad democrática.

Bien es cierto también que estos sólo persiguen el triunfo electoral o el éxito económico, pero no es menos cierto que el mensaje de amor cristiano y la retórica emancipadora marxista derivaron, respectivamente, en la Inquisición y el «gulag», por lo que no debe extrañarnos en absoluto que palabras venenosas desde su mismo origen traigan muerte y dolor. En definitiva, podemos seguir mirando hacia otro lado, y negar la influencia del discurso ultraderechista en los actos terroristas de Tucson y Oslo, pero entonces continuaremos viviendo a expensas de que cualquier fanático decida un buen día que los "tiranos» –como la congresista Giffords o el primer ministro noruego Stoltenberg– y quienes les apoyan –como los simpatizantes demócratas de Arizona o las juventudes laboristas reunidas en la isla de Utoya– merecen un nuevo castigo.