Será casualidad, pero justo cuando va a presentarse, el jueves que viene, el Libro negro del periodismo en España, del catedrático Bernardo Díaz Nosty, nos desayunamos con la intención de los consejeros de RTVE (designados de los partidos políticos y los sindicatos) de tener acceso al programa informático en el que se elaboran las noticias de los informativos y poder efectuar un control previo de la información, lo que en román paladino («en el qual suele el pueblo fablar a su vecino», según Gonzalo de Berceo) quiere decir censura pura y dura.

En su libro, Díaz Nosty trata de hacer una instantánea de la profesión periodística en España analizando la industria de los medios, las estrechas relaciones de estos con los gobiernos y la intervención de los poderes públicos en los contenidos, algo que viene ocurriendo de una forma un tanto solapada desde hace décadas, pero que ahora los consejeros de RTVE pretenden hacer ya sin tapujos, con absoluta naturalidad, seguramente pensando que no es necesario seguir andándose con sutilezas ante una profesión que, si no ha muerto, se encuentra en estado terminal.

El periodismo vive sus horas más difíciles, posiblemente las más espinosas de toda su historia. Al mismo tiempo que afronta una radical revolución tecnológica (donde lo tradicional parece que ya no sirve y lo nuevo no terminar de definirse), ha de soportar una agudísima crisis económica y una no menos terrible crisis de identidad. En los últimos tres años más de 4.000 periodistas han sido despedidos, la inversión publicitaria ha descendido en 2.500 millones de euros y la circulación de los diarios ha bajado entre un cinco y un diez por ciento. Mientras tanto, el que pareció ser el invento del siglo, la TDT, no hace más que certificar un tremendo fracaso. Las cadenas cierran o se fusionan tratando de alargar su agonía, sin querer asumir que han perdido la batalla casi antes de empezar, que la llamada «burbuja mediática», creada al calor de concesiones gubernamentales, se ha pinchado definitivamente.

La censura ha tenido diversas fases, pero siempre ha estado ahí. De la obligación de llevar las páginas del periódico al gobierno civil para obtener el visto bueno, se pasó a la colocación de periodistas ideológicamente afines para controlar los contenidos, y ahora se quiere volver de nuevo al lápiz rojo. Gracias a ese revoltillo en el que cada día es más difícil discernir entre entretenimiento, información y publicidad, la profesión periodística ha pasado en treinta años de tener una altísima consideración social a estar completamente desprestigiada. Pero los ciudadanos deben ser conscientes de que sin medios libres (y los públicos deberían ser, por concepto, los más libres del panorama) no recibirán información, sino propaganda, venenosa propaganda.