Bastante antes de que se desatara la crisis económica que azota a las naciones desarrolladas, la determinación de la fórmula más adecuada para la financiación de los costes de la enseñanza universitaria venía acaparando una gran atención en todo el mundo. El debate ha ido ganando en intensidad hasta tal punto de que, en algunos países, se ha situado en el centro de las preocupaciones sociales.

Se trata de una cuestión a la que tradicionalmente se ha concedido una gran relevancia en el Reino Unido. La experiencia de un país con un sistema universitario tan prestigiado internacionalmente constituye, sin duda alguna, una valiosa fuente de inspiración para abordarla. Algunas cualificadas voces habían venido alertando de que esa privilegiada posición competitiva se estaba viendo desafiada por los avances en otros países.

Conscientes del papel estratégico de la educación superior, no han faltado iniciativas, en línea con un afianzado hábito británico, para elaborar informes técnicos con objeto de evaluar posibles vías de reforma. En noviembre de 2009, John Browne recibió el encargo de dirigir un grupo independiente con la finalidad de revisar el sistema de financiación de la enseñanza universitaria en Inglaterra. El resultado de los trabajos se plasmó en un documento (Securing a sustainable future for higher education), publicado en octubre 2010, conocido como el Informe Browne. La relativa concisión de su contenido (60 páginas) no es óbice para encontrar en él un conjunto de apreciaciones de interés que pueden ser de utilidad como elementos de análisis y reflexión, única aspiración que anima la presente reseña.

El informe expresa de manera inequívoca la trascendencia de la enseñanza universitaria: «La educación superior importa. Ayuda a crear el conocimiento, las cualificaciones y los valores que sustentan una sociedad civilizada. Las instituciones de educación superior generan y difunden ideas, salvaguardan el conocimiento, catalizan la innovación, inspiran la creatividad, dan vida a la cultura, estimulan las economías regionales y fortalecen la sociedad civil. Conectan el pasado y el futuro; lo local y lo global».

Junto a esta contundente y convincente declaración, se parte de constatar que los sistemas actuales de financiación de la educación superior en Inglaterra son insostenibles y precisan de una reforma urgente. Se arguye que dicha educación transforma la vida de los individuos, conduce la innovación y la transformación económica, generando una serie de consecuencias positivas para el conjunto de la economía. Tales beneficios son captados, según la argumentación efectuada, en la prima salarial que los empleadores pagan a los empleados graduados. A lo largo de una vida de trabajo, se estima que un graduado medio gana más de 115.000 euros, en valor de hoy, y neto de impuestos, que alguien con altas calificaciones académicas que no vaya a la Universidad.

Dentro de este marco, el informe formula recomendaciones para asegurar la sostenibilidad financiera, la calidad de «clase mundial» y la accesibilidad de cualquier persona con talento. Seis son los principios que inspiran las propuestas efectuadas: I) es conveniente una mayor inversión en educación superior, pero las instituciones universitarias deben convencer a los estudiantes de los beneficios de invertir más; II) los estudiantes deben tener más opciones para la elección de sus estudios; III) ninguna persona con potencial suficiente debe quedar excluida de la educación superior por motivos económicos; IV) nadie debe pagar por sus estudios hasta que comience a trabajar; V) los pagos deben vincularse a la renta percibida, de manera que quienes obtengan unos bajos ingresos no lleguen a soportar coste alguno; VI) debe haber un mayor apoyo a los estudiantes a tiempo parcial.

El principio de la contribución diferida de los estudiantes es, pues, uno de los ejes de la reforma propuesta. Dicho principio fue ya planteado en 1963 y comenzó a aplicarse parcialmente en 2006. Aunque dicha medida encontró una clara oposición por parte de personas que consideran que la educación universitaria debe ser gratuita, los autores del Informe Browne creen que los términos del debate han cambiado desde entonces. Señalan que los beneficios recibidos por la sociedad son inferiores a los beneficios privados en más de una tercera parte.

Con base en lo anterior, plantean buscar un equilibrio apropiado en la financiación a fin de que sea sostenible.

Recomiendan un mayor esfuerzo por parte de los graduados, si bien su contribución únicamente sería exigible cuando estén en condiciones de devolver un importe por los costes incurridos. Así, los estudiantes no abonarían tasas ni precios en ningún caso y solo pagarían una vez que se graduaran, y siempre que tuvieran éxito laboral. Según el sistema propuesto, ninguna persona que percibiese menos de 25.000 euros anuales pagaría nada. El estudio de un grado sería, según los defensores de la propuesta, una actividad libre de riesgo.

El gobierno asumiría los gastos de matriculación y apoyaría con un préstamo de unos 4.300 euros anuales para los gastos personales. Dicho importe se duplicaría en el caso de estudiantes de familias con renta inferior a 70.000 euros anuales mediante la concesión de becas. Los graduados abonarían un 9% de los ingresos obtenidos por encima del umbral de los 25.000 euros anuales, que se iría actualizando. Por ejemplo, un licenciado con unos ingresos de 40.000 euros en un año tendría que pagar 1.350 euros ese año. El tipo de interés sería el mismo que paga el Estado por su deuda. Cualquier saldo pendiente de amortizar al cabo de 30 años quedaría anulado.

La calidad de la docencia y de los grados son, según el Informe Browne, los pilares sobre los que descansan la reputación y el valor del sistema de educación superior. En el capítulo de conclusiones sus autores manifiestan que en ningún momento han perdido de vista el valor de la educación para los estudiantes, ni la significativa contribución de la enseñanza universitaria para la calidad de vida en una sociedad civilizada.

En una conferencia sobre la educación superior promovida por la OCDE, celebrada en septiembre de 2010, se apuntaba la necesidad de alcanzar niveles más altos de calidad y mejores resultados, en unos momentos de mayor demanda y recursos decrecientes. El reto es verdaderamente formidable, pero el país que descuide hoy su sistema universitario estará contrayendo una hipoteca, sujeta a un tipo de interés muy oneroso, que trasladará inevitablemente a las generaciones futuras.

José M. Domínguez Martínez es catedrático de Hacienda Pública de la Universidad de Málaga