Los cumpleaños no siempre miran al futuro. Ocurre con los que celebran las personas, las instituciones y los hábitos, víctimas de los avances y de las modas que convierten el legado del pasado en material de desecho y estos eventos en una cita a la que cada vez acuden menos amigos. Este diciembre a la vuelta de la esquina –si es que las tijeras políticas de la economía de guerra no las eliminan como tantas cosas– se celebrarán los trescientos años de la Biblioteca Nacional. La efeméride conlleva un excelente programa, presentado esta semana, de conciertos, conferencias de escritores e hispanistas y la invitación a que los ciudadanos pierdan el miedo a entrar y conozcan las miles de joyas de papel que albergan los anaqueles donde se guardan los testimonios del saber de otras épocas, las preguntas y respuestas que el hombre se ha planteado a lo largo del tiempo y el valioso producto de la creatividad literaria. Interesantes y luminosas velas que el soplo de un deseo no logrará apagar la duda de si las bibliotecas españolas celebrarán otro cumpleaños.

Hace bastante tiempo que las bibliotecas públicas pierden público a diario, a pesar de que el director general del libro me dijese, en una entrevista reciente, que estas instituciones reciben más de cien millones de visitantes al año. Una cifra de la que habría que especificar qué números corresponden a estudiantes universitarios, a investigadores y a esos lectores que, en otras épocas, buscábamos en ellas el conocimiento ilustrado en aquellas fascinantes y rigurosas enciclopedias, sustituidas por las inexactitudes de la Wikipedia; en los libros que no había en las casas e incluso la cita con un enamoramiento inesperado entre la luz serena y las blancas sombras de los fantasmas a las que no sólo vio el maestro Borges en sus años ciegos de guardián del laberinto. Yo fui uno de aquellos miles de jóvenes que amaban el silencio de las bibliotecas, el diálogo íntimo con los libros marcados en el lomo, las mágicas horas enrolado en ese Nautilius que simboliza a todas y a cada una de las bibliotecas. Las mismas que tampoco se construyen ya en las casas actuales y que sólo han quedado para los escritores que se las han abierto al periodista Jesús Marchamalo en su último libro publicado por Siruela.

Hoy día el saber no importa ni conlleva mérito alguno. La lectura sigue rodando por la pendiente de la incultura y la adición a la imagen, a la moda de la virtualidad que desprecia el olor de las cosas, el roce de la piel, la conversación cara a cara. Y el libro impreso se defiende, como un escéptico y ajado capitán Alatriste, del afilado y templado acero con el que lo acosa la temible espada de lo digital. Con este panorama, al que sumarle el cierre de las librerías tradicionales frente al empuje de los supermercados, poco futuro le queda por soplar a las bibliotecas públicas. Ni siquiera cuando en este tiempo de economía de supervivencia la lectura es un refugio contra la tristeza y la incertidumbre, el antídoto más eficaz contra la idiotización y mediocridad que se han convertido en valiosas actitudes del panal social. Lo más probable es que la Biblioteca Nacional se transforme en un museo del libro al que entrar solamente las noches en blanco y que, mientras los recortes políticos terminan por deshilvanar la cultura que tantos años ha costado convertir en una necesaria moda prét-á-porter, se mantengan en el alambre las bibliotecas municipales de los pueblos. Esas instituciones cuyos méritos residen en fomentar la lectura entre los más pequeños y en crear, como lleva años propiciando el Centro Andaluz de las Letras, clubs de lectura con esas mujeres mayores que han encontrado en los libros el penúltimo amor de sus vidas curtidas de sacrificios, rutinas y soledades, y que cada vez mes esperan el encuentro con un escritor. A pesar de estas amenazas y certezas, debemos festejar y acudir al cumpleaños de la Biblioteca Nacional y seguir inculcándole a los jóvenes la importancia de estos recintos que nunca dejarán de ser el Nautilius donde navegar a salvo de un mundo tiranizado por el rey del dinero, en cuyo nombre se encienden las temibles antorchas que queman los sueños. Igual que antaño quemaron las primeras bibliotecas.