Tres clientes le dicen a Rodolfo –el señor de atención al cliente de la empresa de autobuses de Málaga, el mismo conductor desde los últimos recortes– que se han retrasado en una semana dos veces durante cinco minutos. Rodolfo le dice a Genaro, el supervisor de la empresa de autobuses que los clientes se quejan. Genaro habla en la reunión mensual con Don Vicente que es el director general de la sociedad de autobuses provinciales. Don Vicente, junto con Marcelino, el director de marketing, decide que hay que darle la vuelta a la situación y que deben ofrecer a sus viajeros la posibilidad de devolver el importe del billete a cualquier viajero que lo solicite si el autobús tarda más de diez minutos en llegar, según el horario estipulado. Genaro una vez recibida la orden queda con Rodolfo, el más veterano de los conductores, en que comunique a sus compañeros que las devoluciones motivadas por los retrasos le serán descontadas de sus sueldos. «Es evidente –dice Genaro– sois los únicos que os podéis responsabilizar de llegar a tiempo, por tanto sois los culpables si llegáis tarde de la compensación que se debe pagar». Rodolfo desde ese día va a toda pastilla por la ciudad, las motos ni las ve, los peatones temen a los autobuses de color rojo chillón; normal, no está la cosa para perder parte del sueldo estando las cosas como están. Sólo la mala fortuna sabe por qué se ha cebado con dos inocentes en Málaga esta semana. Nada nos devolverá a los que se fueron, nada podremos hacer por evitar lo que ha pasado. Pero como la vida sigue –como siempre se dice en estos casos– sí podemos reflexionar e inspeccionar si pertenecemos al grupo de personas que colabora en las prisas de la vida diaria y en la sinrazón cotidiana. No deberíamos ser ni Rodolfo, ni Genaro, ni Marcelino, ni Don Vicente ni por supuesto los clientes poseídos por prisas innecesarias y evitables en el eterno tiempo que tenemos, que a la vez es poco. Rompamos la cadena de las prisas.