La vida sale al encuentro y Edad prohibida eran el pack perfecto que algunos colegios religiosos colocaban a sus alumnos adolescentes para que tuvieran un primer contacto con asuntos espinosos sin pincharse. La novela de Torcuato Luca de Tena estaba mejor escrita y no tenía tantos mensajes embotellados en moralina como la obra de Martín Vigil, que, siguiendo a su manera un tanto ruda los pasos de Retrato del artista adolescente, se adentraba en las peripecias Ignacio, un jovencito de familia acomodada que abandonaba la infancia para entrar en contacto con las grandes turbaciones de la vida en carne viva.

El amor, por supuesto, en primer plano. Qué guapa era Karín. Y con un cura, el padre Urcola, haciendo las veces de guía espiritual con respuesta para todo y para todos. Aquella novelita, que costaba 90 pesetas de la época y que era una de las más manoseadas por los usuarios de las bibliotecas públicas y colegiales, fue para varias generaciones el puente entre las aventuras blancas de Los Cinco y una literatura más comprometida que rozaba la moralina y la cursilería o las abrazaba abiertamente.

El tiempo es poco piadoso con una obra así, que daba la espalda a las sombras de una posguerra con las heridas aún sangrantes y que, censura obliga, silenciaba que a los 15 años el sexo, incluso bajo el franquismo, ya calienta la cabeza de los jóvenes. Sin embargo, Martín Vigil era un narrador (como se dice en tantas contraportadas actuales) ágil que utilizaba los diálogos con habilidad para que su historia avanzara, y que manejaba con astucia los ingredientes dramáticos y la invocación del esfuerzo como camino para ser alguien. Más allá del riego permanente de consejos de raíz religiosa con los que se mojaba la débil trama, el punto de enganche con tantos adolescentes estaba en la importancia del primer amor como umbral de emociones novedosas.

Martín Vigil, que con la caída del muro franquista se volvería mucho más audaz en lenguaje y temas, escribía sobre esas miradas que hierven la sangre. Y en ese torbellino se agitaban muchas preguntas de mente en formación y cuerpo en transformación. La vida sale al encuentro le decía a sus lectores que su sufrimiento, la fragilidad de sus sueños y su búsqueda atolondrada de certezas eran el peaje a pagar para dejar de ser un niño y convertirse en un hombre. De provecho, claro.