Los sueños ya no volarán en Spanair. Las alas de la compañía están en quiebra. Igual que la de sus dos mil empleados que mañana harán cola en las puertas del hangar del paro. Resulta irónico, al quedarse en tierra contribuirán a que las cifras del desempleo despeguen más alto. Lo peor es que la economía es un frío cielo raso para la velocidad de crucero. La cifra de trabajadores sin trabajo sigue subiendo y ni los expertos ni los políticos se atreven a vaticinar con sinceridad un descenso cercano. La pista de aterrizaje no aparece en ningún mapa y el futuro se ha convertido en uno de esos juguetes sin pilas que a veces traen los Reyes Magos. Cada día muchas familias desmontan su casa y amanecen transformadas kafkianamente en caracoles a un lado del camino. Cada día los jóvenes miran el título de su licenciatura enmarcada y piensan en su encrucijada: emigrar hacia otro mundo o buscar desesperadamente un empleo basura en el que echar sus sueños, sin saber si un día podrán estrenarlos. Cada día los mercados nos apagan la vida con su mando a distancia, mientras los sabios de la Real Academia de la Lengua debaten acerca de la existencia o no de nuevos adjetivos que signifiquen el dolor, la angustia, el drama, la incertidumbre que nos tiembla.

Son tiempos difíciles y la esperanza es como el final de un poema que se resiste. La precaria realidad social, la calle, la penumbra de los hogares, se parece demasiado a la que retrató Charles Dickens. El gran escritor del que este año festejamos el bicentenario de su nacimiento. Una paradoja. Lo hacemos, viviendo al relente del ambiente hostil, de la injusticia, de la pobreza, de la patente ineficacia de las administraciones, de la corrupción y de la economía inmoral del sistema victoriano que plasmó en brillantes novelas que, por otra parte, desconoce la gran mayoría de los alumnos. Y difícil lo tendrán si la receta de la economía política (porque ya no existe la política económica) y de sus doctores, investidos de cirujanos de campaña, consiste en amputar las piernas de la cultura. Precisamente lo que le permite al ser humano levantarse y caminar hacia delante. De momento, están en la UVI las bibliotecas, los centros de arte contemporáneo, los museos, más de una revista, las instituciones culturales, entendidas como prescindibles artículos de lujo. En la morgue se encuentran ya muchos medios de comunicación y cuerpos de periodistas. Un oficio que justo ahora, otra irónica paradoja, tendrá en Andalucía un Colegio Oficial recién aprobado por la Junta y en el que sólo habrá fantasmas y un puñado de enfermos terminales.

La vida está Dickens porque todos tenemos malas cartas o somos huérfanos de viejos ideales, y las grandes esperanzas sólo es un libro de hace dos siglos pasados. De aquel XIX cuyos espectros navideños nos visitan a diario. Lo malo es que sólo se cuelan en el insomnio de las víctimas honradas, de aquellos para los que el trabajo que aún mantienen es una dolorosa quemadura en la yema de los dedos. En cambio, los numerosos Mister Scroogle duermen a pierna suelta, vuelan en jets privados, evaden la justicia, esclavizan a sus empleados, cuentan sus monedas y las viajan a buen recaudo sin ningún problema. Denunciar, analizar, escribir como Dickens acerca de esta precaria realidad, sirve de poco. Hay novelistas, como Isaac Rosa, que hablan del trabajo como espectáculo de ficción; cuentistas que diseccionan el cadáver de nuestro tiempo y prometen una salida al laberinto; poetas, como Isabel Bono, que utilizan los armarios como una cabina de descompresión y buscan en los blogs afinidades electivas; y poetas, como Virginia Aguilar, que custodian un buzón esperando captar el lado mágico de lo cotidiano. Ellos tienen suerte. Pueden exiliarse en la literatura, reinventarse un mundo o responderse sus inquietudes. Están menos solos que los que consideran la imaginación algo ilegible o aquellos que carecen de argumentos para plantar cara al pesimismo con alguna posibilidad.

No obstante, unos y otros, todos, deberíamos releer a Dickens, llevar en el bolsillo un libro de poemas, defender la cultura como antídoto y refugio. Recordar que el ser humano nunca sabe de lo que es capaz hasta que lo intenta. Tal vez así consigamos que la vida deje de ser una mera transacción económica.