Decía Lévi-Strauss que sólo podemos prohibir aquello que nuestros vocabularios y nuestra gramática son lo bastante ricos y precisos para designar. Lo descubrí a principios de la década de los cincuenta en esa Málaga que siempre llevo conmigo. Era entonces la ciudad donde yo había nacido un lugar tocado por mucho de lo bueno y también por mucho de lo malo. La pobreza sin paliativos era demasiado lacerante y estaba demasiado extendida. Muchos tenían demasiado miedo y otros demasiado odio. También se nos prohibían demasiadas cosas, entre ellas el pensamiento sin muletas. Pero aún así aquella ciudad podía ofrecer momentos tan hermosos como inolvidables.

Como la plaza del Carbón, en pleno Centro, perfumada por las tortas que se confeccionaban en la confitería de María Manín. La mayoría de los que pasábamos por allí no teníamos dinero para comprar una de aquellas pequeñas maravillas. Pero podíamos imaginarlas a través de su aroma. Y yo podía además ejercitar ese derecho como un turista apostado en el baluarte de aquellos idiomas que poco a poco iba aprendiendo. Las coacciones de los caudillejos, entre estúpidas y brutales, las nunca sutiles manipulaciones, la beligerancia de los conquistadores. Todo aquello se convertía en algo menos absurdo y por lo tanto menos amenazador a partir del momento en que podía asimilar ese forraje a través de otro idioma. Fui muy afortunado. Pues yo tenía un pequeño filtro secreto contra aquel veneno.

Y ese privilegio se lo debía al ejemplo de un muy singular personaje. El cardenal boloñés Giuseppe Gaspare Mezzofanti (1774-1849). Un día descubrí su existencia curioseando entre los libros que se habían salvado de la biblioteca de mi abuelo. Restos rescatados de un naufragio muy propio de aquellos tiempos oscuros. Además de ser un hombre justo y bueno, un «santo vivente», el cardenal tenía fama de hablar en muchos idiomas. También tenía fama de patriota y de hombre valiente. Se negó a jurar lealtad a la República Cisalpina, creación del ejército napoleónico. Pero fueron su talento y su habilidad portentosa como lingüista los que llamaron la atención de la Santa Sede. Desde entonces se le conoce como el políglota más grande todos los tiempos. Según algunos de sus admiradores, llegó a aprender 72 idiomas. Según otros, fueron 50. Otros estudiosos afirman que hablaba y escribía como un nativo en 30 lenguas.

Muchos de los que fueron testigos de sus prodigiosos dones dejaron sus testimonios. Como cuando en una noche tuvo que adquirir conocimientos básicos de un extraño idioma para poder confesar al alba a un desgraciado reo condenado a muerte. O en aquel encuentro con el padre Umpierre, anteriormente misionero en Macao, llamado para testificar sobre los conocimientos del chino mandarín del docto prelado. Había dudas sobre éstos, ya que el cardenal confesaba que había necesitado más de cuatro duros meses para aprender ese idioma. Sin duda hizo un buen trabajo. Según el misionero, la maestría del cardenal Giuseppe Gaspare Mezzofanti en el habla y la escritura del chino mandarín no admitía ninguna duda. Lord Byron dijo que Mezzofanti, nombrado por Gregorio XVI conservador de la Biblioteca Vaticana, además de prelado doméstico y protonotario apostólico, debería haber sido el intérprete universal en los tiempos de la torre de Babel. No hace mucho, aprovechando una estancia en Roma, me acerqué a la iglesia de Sant'Onofrio al Gianicolo. Allí, en la tercera capilla a la izquierda, estaba el monumento fúnebre del cardenal. Aunque llegaba con un retraso de demasiados años, al fin pude inclinarme ante el maestro.