Con las migas redondeadas sobre la mesa, las ventanas tapiadas frente al sol, me dispongo libremente al sacrificio. Evalúo, una a una, las propuestas históricas, desde el comité de salvación pública al salvajismo civilizado de la polis, de la antropofagia a la hipoteca. Prescindir de la carne me parece pobre y casi cercano a la excentricidad, no concibo, por más que lo intente, otro sacrificio que no sea la mutilación. Los rituales en los que uno conserva su integridad anatómica nunca resultan de fiar; ningún cielo que se precie se plegaría a una voluntad que no entiende el intercambio esencial de la ofrenda, el capital de doncellas vírgenes, de vísceras, de cabezas propias y ajenas a cambio de la salvación. Caminar hasta Lourdes con antorchas clavadas en las pupilas, arrancarte el bazo y mezclarlo con la papilla, graparte el Popol Vuh en la juntura de las ingles, merendar con arsénico una vez al mes.

El idioma que convence a las alturas. Un sacrificio de verdad. Nada de dietas, de capirotes, de hogueras de San Antón. ¡Una buena y saludable rotura del cosis! ¡Un severo y definitivo cabezazo contra los glúteos de las sinagogas, de las catedrales, de las naves de los extraterrestres, de los iglús! Contar la historia de tu propia vida como un único y enorme abalorio de sacrificios, sacrificios como perlas, como manantiales, como lágrimas de Dios- «Señor, contrátanos como maniquíes de tus lágrimas, a nosotros tus pequeños funcionarios», escribió Juan Larrea-. La piel a tiras de la nueva Europa, el precepto que reclama austeridad y después sangre, las costuras del patriota que prescribe Mariano Rajoy. La economía no sólo ha ocupado el hueco de los dioses, sino también sus viejas costumbres; el hilillo de desesperación debajo del escritorio de la oficina, sacrificio en el horizonte, en el carrito de la compra, en los tendones del día a día, de la juventud y de la vejez.

El Gobierno y sus aficiones marxistas, la distribución de la riqueza, pero justamente a la inversa, que debe de ser más moderno, todos más pobres que un arbusto en la basura, salvo los miembros del buró y del comité, banqueros, altos empresarios, hacendados, suprarrentistas, la gente del sacrificio en la boca, entreverado con finas hierbas y crema de roquefort. El parado del futuro que trabaja gratis para el Estado y permite ahorrar puestos en profesionales de los servicios sociales, el parado pastiche, el parado remendón. Como los viejos iluminados, el sistema entiende que el bienestar es fruto de una buena mano del universo, de un soplo indulgente de los ángeles que convierte a los trabajadores en beneficiarios de la caridad franciscana, no en personas maduras con acceso a lo que han sufragado y les corresponde de pleno derecho. Ahora los políticos exigen la estrechez, el despido barato, las manos y los hombros; qué será lo próximo. Rebanados y tristes, comienza el pacto con el nuevo Dios.