Tras una larga agonía, sobrellevada con un voluntarismo típico de nuestra profesión, desaparecía de la vida pública española y del horizonte informativo-opinativo, el diario Público. Pocos años de vida tuvo este representante de una izquierda feroz, radical en todo cuanto abordaba, utópico hasta las cachas a la hora de posponer una sociedad alternativa, defensor del zapaterismo más ingente y detractor del PP hiciera lo que hiciera, antieclesial sin medida, y en todo caso polémico, si es que se le tomaba en serio, lo que no siempre sucedía porque los grandes preferían pasar de sus páginas un tanto agresivas y maximalistas. Pero tenía la virtud mediática de constituir una voz complementaria desde su misma radicalidad y un complejo de superioridad típico del progresismo un tanto leninista. Una voz complementaria que ha desaparecido y con ella un referente mediático para un sector de la vida española, que existe aunque suela estar callado porque carece de posibilidades de expresión. Lástima, porque tales cosas no debieran suceder en una sociedad plural como la nuestra. Prosigue, sin embargo, en internet y allí pueden encontrar ustedes su visión española y mundial. Desde aquí, mi pésame de colega periodista y sencillamente ciudadano.

Al mismo tiempo y en Siria, eran eliminados dos periodistas que cubrían el frente de batalla de la ciudad de Homs, masacrada por el ejército de Al Asad ante la polémica internacional sobre si intervenir o no. Los muertos prosiguen sin cesar, entre cuarenta y sesenta diarios, pero nosotros nos limitamos a reunirnos, a amenazarnos, y en definitiva a certificar nuestras diferencias. Putin, sobre todo, camino de su nueva exaltación moscovita como nuevo zar ruso, dice que no con una parsimonia que le convierte en protector de vidas y haciendas, mientras los cadáveres llenan cada vez más las morgues sirias. Dos periodistas muertos, dos voces acabadas, si bien nosotros ya estamos cansados de los sirios y de sus enfrentamientos: que les ayuden las potencias musulmanas, empezando por Arabia Saudí, que solamente sabe manejar dinero a la hora de construir el nuevo imperio de la media luna. De acuerdo con las llamadas «primaveras árabes», pero que no sigan dándonos la murga con sus líos orientales tan sutiles y crueles. Así nos manifestamos desde el cinismo inhumano.

Y es que el periodismo, sobre todo en papel, que es el que se nota de verdad y puede acariciarse como un bien escaso, cada vez más escaso, no atraviesa momentos optimistas. Decrecen los lectores y se pasan a lo digital que es tantas veces gratuito, y lógicamente los publicitarios prefieren trasladar la publicidad de un ámbito a otro, en función de su operatividad. Está claro que el periodismo digital constituye una oferta excelente en la nueva sociedad tecnológica, pero me temo que nunca llegue a constituir un material semejante a ese que cualquier ciudadano se lleva en la mano o bajo el brazo y despliega cuando le da la gana, además de identificarte públicamente desde el punto de vista ideológico, entre otras cosas. Leer en papel es un placer difícil de sustituir por unas letras que aparecen y desaparecen en una tableta o en un ordenador siempre frío y fuera de nuestro dominio familiar e individual. Somos el periódico que compramos y leemos. Somos sus periodistas. Somos sus secciones, sus opiniones, sus exageraciones, sus profetismos tantas veces no cumplidos, y sobre todo vivimos como parte de alguna firma que nos conmueve especialmente y permite que cada uno de nosotros se haga presente en el debate público. Así la muerte de un periódico es la muerte de una parte de la sociedad. Sobre todo si es en papel. Ese papel que nos deja los deseos renegridos por la tinta, página a página.

Y cuando muere un periodista, él o ella, morimos también nosotros con ellos. Se nos agosta una fuente informativa y opinativa, y experimentamos una especie de orfandad, si bien le damos poca relevancia porque en nuestra sociedad de la prisa nada dura lo suficiente como para entrar a formar parte de nuestra memoria elegida. Somos postmodernos incluso en una cuestión tan delicada que afecta a la libertad de expresión, y sabiendo, como sabemos, que en demasiadas ocasiones, algunos profesionales del periodismo, en lugar de servir a la verdad, se entregan a la defensa de ideologías dominantes o, por el contrario, a causas prácticamente egoístas y de dudosa consistencia constitucional.

En el fenecido Público todos nosotros hemos fenecido también. En los dos periodistas muertos en Siria todos nosotros hemos muerto también. Y el mundo es menos abierto y más impermeable al intercambio de opiniones. Si queremos que el periodismo escrito permanezca fresco y libre, cada uno de nosotros escribidores y lectores, tenemos que responsabilizarnos de su sobrevivencia. Apoyar como sea. Y sobre todo, caer en la cuenta de que las noticias llegan a nosotros, tantas veces, a costa de la sangre derramada de hombres y de mujeres entregados a la causa de la verdad y de la comunicación. A estas alturas, todo es de todos.