Cada idioma tiene un pequeño y casi mágico grupo de palabras únicas, con una capacidad portentosa de expresión. Son palabras tentadoras, irresistibles, complejas en su traducción. Su señal de identidad es muy simple. Con una sola palabra se puede decir con economía y precisión algo que en las otras lenguas precisa la unión de varios vocablos, muchas veces forzados y no siempre bien trabados. El español es rico en ellas. También el francés. El dépaysement, el estar, sentirse dépaysé es para un francófono esa sensación que se tiene cuando no estamos en nuestro entorno habitual, por encontrarnos inmersos en un mundo con el que no estamos familiarizados. Tengo un buen amigo, residente en el brumoso norte de Francia. Confiesa que cuando llega a un lugar con palmeras, bañado por una poderosa luz cenital, se siente inmediatamente dépaysé. En algunos momentos puede ser una sensación muy agradable, incluso estimulante.

Recuerdo mi llegada en barco a Palermo, la capital de Sicilia. Fue en uno de mis primeros viajes, hace ya muchos años. Al mirar por el ojo de buey del camarote mientras el barco atracaba, tuve la sensación de que no había salido de Málaga. Los colores, la luz, los edificios, la vegetación y sobre todo el paisaje humano. Los viandantes, sorteando con agilidad aquellos Fiats, hermanos mayores de nuestros Seats. O aquellos coches de caballo. Todo parecía una copia, incluso el aire lastimero de las caballerías. Confieso que al principio me sentí algo decepcionado. Recorrer un montón de millas marinas y tener al final la sensación de no haberte movido de tu entorno habitual era algo que no esperaba.

Desde luego no me sentía dépaysé. No me sentía como un turista. En realidad eso era lo maravilloso. En aquellas calles siempre había algo que te demostraba que Málaga y Palermo eran curiosamente diferentes y muy similares al mismo tiempo. Como un sutil juego de espejos. La ciudad de la Conca d´Oro era un lugar hermoso y degradado al mismo tiempo. Con cicatrices. Como lo era la Málaga de entonces. Las calles de ambas ciudades compartían sonidos, vibraciones y aromas muy parecidos. Aunque aquellos decrépitos palacios, con su opulencia trágica, casi violenta, y las estatuas que montaban guardia en aquellas plazas no tenían en Málaga sus réplicas.

Algún tiempo después leí Las parroquias de Regalpetra de Leonardo Sciascia. El maestro siciliano nos contaba que un prócer local empezaba los mítines dirigiéndose a su auditorio con un rotundo e inapelable «pueblo cornudo». Siempre era fervorosamente aplaudido. Por cierto, aquel personaje, don Giuliano Lascuda, fundó un banco. Un día se fugó con el dinero. Lo cogieron en Milán. Las fuerzas vivas locales no querían que devolviera los fondos sustraídos. Les caía bien don Giuliano. A muchos de ellos les había ayudado en sus tiempos de esplendor. Cuando recuperó la libertad y regresó a Sicilia fue recibido con todos los honores, banda de música incluida. Aquello me resultó familiar. Don Giuliano Ascuda no se hubiera sentido dépaysé en estas tierras nuestras.

Hay un hermoso rincón en Málaga que tiene mucho de palermitano. Es el pasaje que sube desde el parque a la calle Alcazabilla, entre Puerta Oscura y la Aduana, con su fisonomía, ésta, de palacio italiano del siglo XVII. Una noche, hace ya muchísimos años, presencié allí una escena dramática. Unos miembros de la Policía Armada habían detenido a una joven en el tranvía que pasaba por allí cerca. Ella se resistía. En los últimos metros, camino de las dependencias policiales del palacio de la Aduana, la tuvieron que arrastrar. «!No me peguéis!» gritaba. La gente miraba en silencio. ¿Recordaban a los squadristi, a los camicie nere? En aquel revuelo su piel tostada por el sol emergía entre sus ropas blancas. Era verano. Y desde los jardines, al pie de las torres moras y las murallas de la Alcazaba, llegaban los aromas de plantas traídas desde lejanos rincones del mundo.