El congreso de telefonía móvil de Barcelona (Mobile World Congress) no ha presentado este año grandes novedades, pero ha constatado la apuesta por aumentar hasta el infinito las capacidades de los smartphone, o teléfonos inteligentes, esos aparatos que son a la vez cámara de fotos y de vídeo, reproductor audiovisual, agenda, ordenador, navegador de internet, terminal de mensajería instantánea, lector de textos, libreta de escritura, buzón de correos… y teléfono propiamente dicho. Y que cada vez más pueden integrar todas estas funciones, como hacer una foto mientras se habla con alguien y mandársela para comentarla, pongamos por caso.

Los smartphone son todavía una parte de los teléfonos móviles existentes, pero van ganando cuota de mercado y tenderán a ocuparla plenamente. Cabe pensar que en pocos años casi toda la población llevará uno en el bolsillo. Y por muchas promesas de contención que se hagan, las tentaciones del artefacto son difíciles de resistir. Según una encuesta de Google presentada en el congreso, un 89% de los poseedores españoles de un smartphone lo habían usado la semana anterior para acceder a la Red. Un tercio de ellos, mientras veían la tele al mismo tiempo. Y dos tercios habían navegado desde un restaurante o cafetería. ¿Para hacer qué? Pues para intercambiar, para jugar, para oír música, para ver imágenes y para leer textos. Sí, también para leer textos. Internet, que con los smartphone se lleva siempre en el bolsillo, está lleno de textos: de datos enciclopédicos, de noticias y de rumores, de secretos que el poder oculta y la Red divulga, de millones de comentarios, de certezas, de banalidades y de barbaridades. Nunca tanta información estuvo tan al alcance, pero quizás nunca produjo tanto desamparo, puesto que padece dos déficits notables sin cuya corrección de poco sirve: Los de fiabilidad y jerarquización.

A nuestro bolsillo llegan millones de datos y muchos de ellos son erróneos, desde una fecha hasta una noticia. Al lado de los buenos datos, fruto del trabajo responsable, las inexactitudes, las exageraciones y las puras mentiras circulan con impunidad, y es chocante ver como falsedades mil veces desmentidas son puestas una y otra vez en órbita. Y además, los contenidos nos llegan desordenados, sin una estructura que los relacione, les dé sentido, separe lo trascendente de lo irrelevante y encuadre cada anécdota en su categoría. El acto de realizar una consulta en un buscador nos devuelve algo parecido a un montón de piezas de Ikea sin manual de montaje, y probablemente, de varios muebles distintos, mezclados con trozos de madera de quemar y bastante serrín. Poco haremos con todo ello si algún experto no lo selecciona y organiza.

En materia de noticias y actualidad, contrastar, seleccionar y organizar han sido las funciones tradicionales de los medios de comunicación, y especialmente de los periódicos. De la eficacia en dichos cometidos depende su éxito. ¿Quién hace lo propio en el universo paralelo de nuestra pantalla de bolsillo? Alguien deberá cumplir tales funciones. Pero no es una tarea barata. Se necesitan redacciones preparadas y lo bastante nutridas, y eso tiene un precio que alguien debe pagar. En la prensa de papel lo hacen a medias el lector y el anunciante; en lo digital, hasta el momento, la publicidad no es suficiente, y muchas cabeceras funcionan porque vuelcan, gratis, el contenido del papel. Pero los editores se plantean si es correcto regalar a unos lo que cobran a otros, especialmente porque los segundos están tentados de cambiar de bando. ¿Para qué comprar un periódico que puedo leer gratis en mi móvil mientras el autobús me lleva al trabajo, o en la pausa del desayuno? Para dar salida a la contradicción, las web de algunas cabeceras prestigiosas experimentan fórmulas para restringir el acceso a parte del contenido, y reservarlo a quien pague por ello. Es el caso del New York Times, por citar un ejemplo señero.

Tras varios experimentos, en el conjunto de la prensa de papel con web asociada se está formando una especie de consenso en torno al principio de dar gratis aquello que se puede obtener gratis en otras partes, y reservar para los abonados aquello que es propio y exclusivo y que, en realidad, justifica la compra en el caso del papel: los reportajes de investigación, las crónicas de los corresponsales, los análisis, los mejores columnistas, las colaboraciones de los buenos escritores… aquello que, por otra parte, es lo más costoso de elaborar. Con esta fórmula mixta se pretende mantener una cifra alta de visitas, para atraer una publicidad que hoy por hoy las paga muy baratas, e impedir la pérdida de valor y la autofagia de la edición impresa. Cabría también preguntarse si la capacidad misma de seleccionar, comprobar y ordenar de una forma determinada, también aplicada a aquellas noticias de acceso gratuito en otras partes, no debería ser tasada como propia de un acceso de pago, pero hasta el momento la respuesta de los usuarios no ha sido favorable.

Llevar el mundo entero en el bolsillo supone un gran potencial de cambio en las formas de acceder a la información, al que va ser muy difícil sustraerse. Pero al mismo tiempo se están modificando también los viejos dogmas sobre el uso de la Red, entre ellos la exigencia del gratis total. Cada vez se paga por más cosas, y gustosamente, pero solo si no se puede obtener de balde por otra vía sin mayor esfuerzo, y solo si es lo bastante atractivo. Este es el reto para los generadores de contenidos, la prensa entre ellos, y tal vez para superarlo no baste con la pura traslación de las páginas impresas.