En este tiempo donde la crisis económica y una gran parte del pensamiento político están convirtiendo la cultura contemporánea es un costoso capricho prescindible, en una oferta que ha de virar hacia la privatización, el marketing de la marca y el autorretrato de las exigencias populistas, se agradece y mucho que el Museo Picasso Málaga mantenga en alto el listón de su programa expositivo. En la última etapa, su director José Lebrero ha conseguido elevarlo con Los Juguetes de las vanguardias, las fotografías de David Douglas Duncan, la obra de Kippenberger, la retrospectiva de Giacometti y con la apertura esta semana de una espléndida muestra de 116 obras, diseñada ex proceso como homenaje al nombre del espacio que la alberga.

A Picasso le gustaría la exposición de Richard Prince. Especialmente los treinta y ocho cuadros de gran formato, con atmósfera blanca y piel fotográfica desnuda en gris, que suponen una nueva lectura, una nueva contextualización de Las Demoiselles d´Avignon. Le gustaría porque Richard Prince utiliza su misma composición; su gusto por deformar gigantescamente las manos, las piernas, los pies, y por convertir los rostros en máscaras superpuestas, faunos y caricaturas de raíces africanas que representan la hipérbole del deseo, que coronan la feminidad que tienta lo objetual. Le gustaría por su parecida manera de imprimirle ritmo a la forma, de danzar el movimiento, de buscar las dinámicas del cuerpo y que cada pieza refleje instantes de una transición. Le gustaría por transmitir una misma pulsión vitalista y libidinal que en el fondo viene a ser una ficción de la sensualidad voluptuosa que el pop transformó en un icono cultural (lo simboliza perfectamente la expresividad traviesa de pechos, pezones y pubis prácticamente grafiteados en las figuras). Le gustaría porque en los cuadros hay un concepto transversal del dibujo, de la pintura, del collage y una expresividad libre, suelta, lúdica, que consigue la desmitificación iconoclasta, el clasicismo desplazado. Picasso lo hizo con Velázquez, con Tiziano e Ingres. Prince lo hace con Picasso y, al igual que él, acude a Tiziano y a la calidad del dibujo de Ingres, a la multiplicidad de estilos que aparecen en la obra del malagueño y que el norteamericano mimetiza en su manera de meter el gesto, de atravesar la pincelada, de dibujar encima buscando espontaneidad y armonía a la vez. Por esta razón podría afirmarse que la obra de Prince son fotografías planteadas desde la pintura y resueltas, por tanto, con una admirable fidelidad pictórica. Pero sobre todo, ambos coinciden en su querencia fetichista por sus influencias, en su capacidad para robar, manipular y ensamblar, a veces buscando la vuelta de tuerca y en ocasiones cuestionando, con el propósito de crear la imagen de una imagen; deconstruyendo el aura de maestría en la obra del artista que les inspiró y a la vez proponer una versión liberada de esa obra de la que uno y otro se apropian.

La apropiación es el fascinante tema que plantea la exposición de Prince. Un concepto, Appropiation, desarrollado en los años setenta por Sherrie Levine en torno a la desmitificación de la idea de autor, original y originalidad, que tiene sus precedentes, entre otros, en las miniaturizaciones que Richard Pettibone hizo en los sesenta de las pinturas de Warhol y Frank Stella y en la serie «Picasso, My Master» que Rodney Graham mostró en 2005 en el MACBA, continuando esta tendencia de desacralizar la influencia del artista a través de una nueva forma de ver la huella de Picasso. Un discurso estético que provoca un interesante debate sobre el concepto de resistencia del valor cultural de la imagen frente a su sustitución. Igual que entronca con la tendencia del intertexto y de la fragmentación tan en polémica boga en la literatura actual. Sin duda que los participantes del Seminario Fotografía, Mito y Apropiación, que comienza este miércoles en el MPM, profundizarán en este tema.

Hay que agradecer el enriquecimiento y el goce que propone este tipo de exposiciones que hacen sentir, pensar, indagar y debatir, en una época donde la sociedad y los medios de comunicación se desentienden del valor de la cultura como instrumento de progreso y la condenan al presupuesto cero.